En 1997, la endeble economía de Albania se vió arrastrada por la quiebra de fondos de ahorros que ofrecían a sus clientes retornos desorbitados, llevando a la nación al borde de la guerra civil
22 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.En 1991, Albania celebró sus primeras elecciones democráticas en casi siete décadas. Una pequeña república, de menos de tres millones de habitantes, enclavada entre los belicosos Balcanes y el mundo turco-helénico. Desde 1944, la nación vivía bajo los rígidos dogmas del socialismo estalinista. Como es costumbre en regímenes de este pelaje, una sola formación canalizaba la totalidad de la acción política y gubernamental. El Partido del Trabajo, liderado sin asomo de discrepancia —interna u externa—, por el artífice de la Albania proletaria, Enver Hoxha.
El mundo exterior era un gran desconocido para el ciudadano medio de aquel aislado rincón. Un minúsculo peón en la escena internacional que abrazó la idea de la autosuficiencia. Por un lado, estaba enfrentado perpetuamente con el bloque occidental (a cuenta de su antagónico liberalismo). Por el otro, con China y la URSS, países que eran considerados revisionistas por la doctrina hoxhaista. El título que ahora ostenta, casi en solitario, Corea del Norte, el de «lugar más enigmático del planeta», fue hasta hace no tanto compartido con esta nación europea cuya capital es Tirana.
Las únicas pinceladas de la realidad foránea que llegaban a los hogares albaneses eran las débiles señales de la televisión italiana, que a veces se colaban, tenues, en los aparatos de las zonas fronterizas. Entonces, por unos pocos minutos, las familias observaban atónitas los desfiles de moda, los anuncios de productos desconocidos o las obras de ficción del vecino capitalista. También era habitual tratar de manipular la antena para captar los canales yugoslavos, atractivos, entre otras cosas, por sus competiciones de baloncesto. Pero todo esto, claro está, se hacía de puertas para adentro, pues de cara al gentío, todos los ciudadanos aparentaban encajar perfectamente en el molde del ideal revolucionario.
La caída del comunismo albanés no fue, en realidad, tan abrupta como en otros sitios. De hecho, en las primeras elecciones pluripartidistas, el Partido Socialista (refundación del otrora hegemónico Partido del Trabajo) venció con mayoría absoluta. Pero, a pesar del cambio de imagen, el votante constató en seguida que la formación de izquierda no estaba tan comprometida con la liberalización económica como la oposición, liderada por el conservador Partido Democrático. Esto hizo que, finalmente, en 1992, siete años después de la muerte del dictador, un partido no marxista tomara las riendas del país. La presidencia recayó sobre el polémico Sali Berisha, que en seguida puso en marcha una estrategia de tierra quemada. Una doctrina del shock para transformar no solo el sistema productivo sino también las mentes.
La liberalización del mercado fue abrupta. Muchos sectores clave fueron privatizados y se incentivó el espíritu empresarial. El emprendedurismo como motor económico del país, al más puro estilo reaganiano o thatcherita. Sin embargo, fue precisamente este volantazo lo que creó el caldo de cultivo para el eventual colapso de 1997. El término «colapso» no se usa aquí en sentido figurado o hiperbólico. Durante aquel año, el Estado y el Gobierno verdaderamente dejaron de existir en algunas zonas del sur del país. Un levantamiento armado popular se extendió por los territorios más castigados por las nuevas desigualdades. Al final de la crisis, más de 2.000 personas habían perdido la vida y el alma de la pequeña nación estaba quebrada. Todo comenzó con el nacimiento de las estafa piramidales.
Inversiones ¿seguras?
El gabinete de Berisha, la cúpula del Partido Democrático y una pluralidad de los diputados del Congreso (Albania es unicameral), compartían una muy ambiciosa agenda. Acelerar la modernización del modelo económico para acercarse lo más rápido posible a los países occidentales. En el horizonte, se dibujaba como un sueño la inclusión en el marco comunitario Europeo y el estrechamiento de lazos con el gigante norteamericano —que tan solo unos años atrás era descrito por la oficialidad como la encarnación terrenal de todos los males—. Florecieron miles de nuevas empresas de toda clase y tamaño. Aquel que tenía algo que vender y un poco de pericia se lanzaba al terreno de juego del recién estrenado liberalismo para pelear por una cuota del mercado y cosechar fortuna. Pero, de entre todos los tipos de compañías que eclosionaron en este período de desenfreno, uno sobresalió vistosamente sobre el resto.
Como champiñones empezaron a brotar del suelo entramados similares a cajas de ahorros o fondos de inversión. El funcionamiento era sencillo. Demasiado. Cualquiera podía entrar y depositar sus ahorros. Daba igual que fuera una cantidad grande o pequeña. Las entidades prometían un rendimiento altísimo a todos los que entregaran fondos. Así, las familias que confiaban en este sistema, recibían periódicamente una fracción de su dinero. La apuesta más tentadora era, claro, reinvertir la ganancia para multiplicar aún más el capital personal, que en cualquier caso estaba teóricamente a salvo en las arcas de la entidad. Como la pólvora se expandió la fiebre de la inversión. En su apogeo, alrededor de dos tercios de la población participaba, en divergente medida, de esta burbuja. Hasta que, en 1997, comenzó a colapsar el sistema. Era cuestión de tiempo.
Luego se descubrió que la inmensa mayoría de estas empresas no llevaban a cabo ninguna actividad productiva. Se limitaban a aceptar los depósitos de dinero, y utilizaban esos depósitos nuevos para pagar los intereses debidos a aquellos que ya habían entregado sus ahorros. De esta forma, se daba una falsa sensación de seguridad en el cliente, que no sospechaba que, en realidad, en las reservas de las compañías no había sino una pequeñísima fracción de todo el dinero que se les había entregado. Que, aunque nadie lo supiera, los ahorros de todo un país estaban a un aleteo de mariposa de volatilizarse. Y así fue.
La quiebra de un puñado de fondos hizo escalar la desconfianza. En realidad, tal y como señalaron después los informes de entidades foráneas como el Fondo Monetario Internacional, fue el pánico lo que paralizó el país durante los meses de las revueltas. El miedo a quedarse sin ahorros hizo que todos los albaneses acudieran raudos a retirar sus depósitos. Como las entidades no podían hacer frente a tantas peticiones de devolución, acabaron por cerrar dejando a cientos de miles de ciudadanos en la pobreza.
El clamor general era que le correspondía ahora al Gobierno central reembolsar a las familias los emolumentos evaporados. Sin embargo, siguiendo el consejo de las potencias occidentales, el ejecutivo optó por no llevar a cabo este gasto masivo. Descontenta con lo que juzgaba las consecuencias catastróficas del aperturismo liberal, la mitad meridional del país se declaró en rebeldía. Una marabunta de civiles asaltó uno por uno todos los arsenales del ejército. Casi un millón de armas acabaron siendo repartidas entre la población. Reinó la anarquía durante meses. Las instituciones y los cuerpos del Estado, simplemente, dejaron de existir. No se instauró ninguna autoridad alternativa. Reinó un vacío absoluto de poder en el que el crimen y los saqueos se volvieron rutina.
Esto, a su vez, provocó un parón en la producción, lo que hundió el PIB. Además, la incapacidad de recaudar impuestos en la zona sublevada desencadenó una merma drástica de los fondos públicos. Todo esto, sumado a la evidente pérdida de poder adquisitivo del albanés medio, llevó a este pequeño país al borde del precipicio. Fue la OTAN la que, con un contingente de paz encabezado por italianos —y con presencia española— consiguió volver a encauzar la situación y redirigir a esta castigada tierra hacia la senda de la relativa concordia. En apenas unos meses, más de 2.000 personas habían perdido la vida. Toda una lección sobre la incidencia directa que tiene la economía sobre la vida y sobre la muerte.