Las redes sociales están retransmitiendo en directo una catástrofe humana de gigantescas proporciones. El mundo asiste perplejo al desfile diario de personas moribundas que deambulan por las calles de los centros urbanos de las principales ciudades de Estados Unidos.
Acampados en las aceras, cadavéricos y espectrales, doblados como pértigas, jóvenes de todo el país apuran sus días hacia una muerte segura. Es, cualitativa y cuantitativamente, la peor epidemia de drogas jamás conocida. Y ha convertido a Kensington, al norte de Filadelfia, en un parque temático del horror, al que acuden televisiones de todo el mundo para grabar en el zoológico de los muertos vivientes. Todo un espectáculo de subdesarrollo en la gran superpotencia. Un drama apocalíptico, la expresión del desarraigo y del desamparo, la imagen de la desesperanza y un ejemplo de cómo EE.UU. abraza el individualismo más feroz. Al que le vaya bien, estupendo, y al que no, que se pudra.
Para entender por qué la epidemia ha alcanzado esta dimensión — 100.000 fallecidos en un año y un coste para las arcas del país de 1 billón de dólares, según los datos de la Casa Blanca— conviene ver que esto no es solo un problema derivado de la desmesurada codicia de unas empresas que inundaron el país de fármacos analgésicos compuestos con opioides. Al salvaje capitalismo farmacéutico se añaden otras causas: la falta de redes locales de apoyo, el costoso acceso a la sanidad, el empeoramiento del acceso a la vivienda y la ausencia de alternativas laborales en zonas industriales en declive (de mayoría blanca) han empeorado la salud mental —mucho más desde la pandemia— de miles y miles de ciudadanos que encuentran en el fentanilo un modo de aplacar su dolor emocional. Apenas dos miligramos de este opioide sintético, que equivalen a diez o quince granos de sal, pueden ser letales. Un suicidio colectivo que retrata a un país que va detrás de los hechos, y que opta por la vía más cara: actuar sobre las consecuencias y no sobre las causas.