No hace mucho tiempo que la comunidad internacional comenzó a tomarse en serio la idea de reordenar la economía para afrontar el gran problema del cambio climático. Los informes del grupo internacional de expertos (IPCC) son cada vez más alarmantes, por lo que gobiernos y organismos internacionales se abrieron a fijar objetivos ambiciosos de descarbonización. La ONU lo incluyó en el 2015 como elemento central de la nueva Agenda 2030 para el Desarrollo y la Unión Europea estableció un «objetivo vinculante» de reducción de al menos un 55 % de emisiones de gases con efecto invernadero en el 2030 (con respecto a 1990).
Es verdad que, durante años, todo eso apenas pasó de la retórica: las iniciativas para llevar adelante un cambio en esa dirección eran limitadas. Con la pandemia, sin embargo, todo cambió. Cuando la economía se reinicia, los gobiernos tienen ya otras prioridades y, tanto en Europa como en Estados Unidos, aparece como vector central de la política pública el impulso de la llamada doble transición, es decir, la evolución simultánea de las transformaciones digital y medioambiental. Para ello se disponen los mayores programas de inversión pública (o mejor, publico-privada) que se recuerdan. Ahora, la lucha contra el cambio climático parecía ir decididamente en serio.
Pero en el último año se acumulan los motivos para el escepticismo y la preocupación. Las pujantes extremas derechas europeas han encontrado en la Agenda 2030 uno de sus enemigos de referencia, y lo peor es que empiezan a contagiar a algunas fuerzas tradicionales. De forma que se suceden —y no solo en España— las noticias de retrasos en cosas tan elementales como la entrada en vigor de las zonas de bajas emisiones en las ciudades o, incluso, ¡se destruyen carriles-bici!. Que entramos en tiempo de rebajas lo prueba el mensaje de Alberto Núñez Feijoo: «Flexibilizar la aplicación del Pacto Verde Europeo». La propia UE parece estar sumándose a esa tendencia, como muestra la reciente decisión de retrasar la aplicación de los nuevos y más ambiciosos estándares de emisiones de vehículos (el llamado Euro 7). ¿Tendrá algo que ver como ello el lobby automovilístico?
Detrás de todo eso late un problema de primer orden: sabemos que la descarbonización producirá beneficios grandes, pero difusos y alejados en el tiempo, mientras que sus costes sobre consumidores y empresarios se presentarán de inmediato y con formas muy concretas. Los objetivos cortoplacistas de los actores económicos son el principal enemigo de la lucha contra el cambio climático. El oportunismo político no hace más que adaptarse a ello.
Sin embargo, este razonamiento choca con dos hechos. Primero, en el largo plazo del que hablamos los costes de una eventual inacción podrían ser desmesuradamente altos: según algunos informes fiables, se llevaría por delante entre un 15 y un 25 % del PIB mundial en ocho décadas. Y segundo, esos costes empiezan a mostrarse ya en lo más inmediato. A comienzos de verano, en un interesante seminario del Foro Económico de Galicia, escuché decir al ecólogo Emilio Fernández: «La temperatura del mar evoluciona al alza desde hace tiempo, pero este año los datos revelan una ruptura, un salto brusco. Sabemos que algo está ocurriendo, pero no sabemos qué. Entramos en lo desconocido». Los registros alcanzados por las temperaturas terrestres lo confirman. No extraña por tanto escuchar a todo un secretario general de la ONU: «La humanidad ha abierto las puertas del infierno». Los efectos económicos de todo eso a un plazo bastante breve pueden ser brutales.
Siempre he creído y aún creo que es posible compatibilizar crecimiento y medio ambiente. De seguir así, dentro de una década seguramente ya no lo será.