La evasión fiscal a una escala significativa constituye uno de los componentes más disfuncionales de la moderna globalización, por derivarse de ella un hecho paradójico y extraordinariamente injusto: son las rentas más altas, las rentas del capital y las que tienen que ver con beneficios de sociedades (nunca las relacionadas con el trabajo) las que salen beneficiadas, a través de mecanismos más o menos sofisticados. A partir de ahí se originan varios efectos perversos en cadena: la evasión contribuye decisivamente a la crisis fiscal de los Estados; al favorecer a los ultrarricos y a las empresas multinacionales crea un fallo de legitimidad de los sistemas impositivos y, en último término, de los propios Estados; con ello, el contrato social vigente experimenta un proceso de corrosión, lo que poco ayuda a la consolidación de la idea de democracia liberal, hoy sometida a tantos riesgos y dudas. Implicaciones, todas ellas, de la máxima importancia.
En los últimos años, afrontar esta cuestión ha cobrado particular urgencia por la reunión de tres fenómenos de gran calado. En primer lugar, por la toma de conciencia en torno a la desigualdad como uno de los grandes problemas de nuestro tiempo. Segundo, porque la dinámica de transformación productiva en marcha -la famosa doble transición- va a obligar a un refuerzo notable del papel económico de los Estados en torno a un efectivo compromiso con grandes programas de inversión (y por tanto, expansión del gasto). Y en tercer lugar, por la acumulación de grandes niveles de deuda pública (en torno al 100 % del PIB mundial, un registro históricamente muy elevado), que supondrán un lastre para el crecimiento futuro.
Tres vértices de un laberinto, para salir del cual será obligado reforzar la búsqueda de ingresos fiscales. En esas condiciones la existencia de agujeros negros resulta, sin más, intolerable. Eso es lo que ha llevado a la comunidad internacional a buscar algunas soluciones en los diez últimos años. El acuerdo de más de cien países para el intercambio automático de información financiera transnacional ha sido un paso importante. Y más aún lo era, a priori, la fijación en el 2021 de un límite mínimo del 15 % para el impuesto de sociedades por 140 países. Pues bien esta semana se ha publicado un importante informe que permite una primera evaluación de esas iniciativas, aportando un gran número de datos hasta ahora no conocidos. Se trata del Global Tax Evasion Report 2024, del Observatorio Fiscal de la UE, elaborado por un centenar de expertos de todo el mundo. Con respecto al intercambio de información constatan un éxito importante, pues del total de la riqueza financiera offshore la que se sustrae a la tributación es solo un cuarto del total (cuando en 2005 era el 95 %). En cambio, del impuesto mínimo sobre sociedades apenas hemos vuelto a saber, debido a la aparición de un gran número de vías de escape legal, lo que ha llevado a que la recaudación por sociedades, en lugar de aumentar, haya declinado. Si bien es cierto que el acuerdo apenas está arrancando. De los muchos datos que el informe incluye me quedo con uno que resulta casi estremecedor: los 2.756 mil millonarios que hay en el mundo (499 en Europa) pagan ahora mismo un tipo efectivo inferior al 0,3 % por su riqueza total (de unos 13 billones de dólares). Si, como los autores proponen, otro acuerdo internacional -esté sí realmente cumplido- fijara una imposición mínima de un 2 %, emergerían ingresos fiscales adicionales de 214.000 millones. Una propuesta modesta, pero un resultado espectacular. Se puede hacer: no hay fuerzas sobrenaturales que lo impidan, ni la tecnología ni la globalización. Lo que hace falta es voluntad política y coordinación supranacional.