Arranca una legislatura que —todos somos conscientes de ello— en lo político va a tener mucho de laberinto. Desde el prisma de la economía es seguro que viviremos situaciones complejas, pero a no ser que se produzcan nuevas sorpresas en el entorno internacional, cabe esperar que este sea más favorable que el de los últimos años (una pandemia y dos guerras, mediante).
Como punto de partida, una breve nota sobre lo ocurrido en las dos últimas semanas, cuando la tensión política ha sido máxima sin que apenas se haya traducido en señales de alerta en términos de estabilidad ni nada parecido: la importante subida de las bolsas y la mejora de la prima de riesgo (que ha bajado de los 100 puntos básicos), precisamente en tales momentos, nos habla de una resiliencia financiera considerable en nuestra economía. Es verdad que detrás de esa evolución hay también otro tipo de factores, como las mejores noticias que van llegando desde el frente de la inflación y las expectativas sobre los tipos de interés, pero hay que recordar que, a diferencia de lo ocurrido entre el 2014 y el 2022, ahora ya no contamos con el dopaje de las compras masivas de deuda por parte del BCE.
Pensando ya en el conjunto de la legislatura, si es que esta se llega a completar, se anuncian algunas reformas legales que pueden traer consigo consecuencias económicas notables; sería el caso de la reducción de la jornada de trabajo o el impulso de la vivienda pública, pero, sobre todo, del difícil parto de un nuevo modelo de financiación autonómico. Cuestiones que sin duda marcarán la agenda político económica de los próximos años.
Más allá de esos cambios estructurales, hay dos frentes a los que debiéramos prestar atención prioritaria. Ambos tienen que ver con aspectos deficitarios —o cuando menos problemáticos— de la evolución de la economía española en los últimos años. El primero se refiere a la evolución de las cuentas públicas; a punto como están de retornar las reglas del Pacto de Estabilidad, y aunque estas no sean tan astringentes como las de hace unos años, los márgenes fiscales se van a reducir: ya de cara al próximo año habrá que introducir un ajuste que se estima en unos 11.000 millones de euros para cumplir con la norma de déficit por debajo del 3 % del PIB (desde el 3,9 que se calcula será el dato final de 2023). Será un reto hacerlo cuando se propone un mantenimiento o expansión de los objetivos sociales.
La segunda cuestión fundamental se refiere a una recuperación efectiva de la inversión productiva, la cual ha permanecido rezagada y lastrado la recuperación general de la actividad desde 2020 (a diferencia de lo ocurrido hasta hace muy poco, por ejemplo, con las exportaciones). La formación de capital tendría que ganar protagonismo en los próximos años, y para ello debiera apoyarse sobre una palanca extraordinaria: el despliegue de los proyectos de inversión del Plan de resiliencia, dirigidos a modernizar en profundidad nuestro sistema productivo. El problema está en que, a pesar de la elaboración temprana de algunos de los principales PERTE, su impacto real de momento ha sido escaso; de momento han predominado las dificultades de todo tipo para ponerlos en marcha (sobre todo las que pudieran parecer más sencillas y no lo son: las de tipo administrativo).
Antes de finales del 2026 tendrían que movilizarse en esos programas 160.000 millones de euros, en torno a un 12 % del PIB español. ¿Seremos capaces de hacerlo y hacerlo bien? Tal vez la valoración económica general de la legislatura que empieza dependa, sobre todo, de la respuesta que se dé a ese interrogante.