El todopoderoso Banco Central Europeo (BCE) no termina de fiarse del proceso de desaceleración de los precios, a pesar de que se acerca el objetivo de inflación del 2 %. A estas alturas, no sabe bien cuándo y cómo bajarán los tipos, con el consiguiente alivio para las maltrechas finanzas de los hogares hipotecados. En un principio se apuntó a la primavera, y ahora parece que será en verano. Veremos. Con la economía estancada y Alemania en recesión, la institución decidió en marzo mantener el precio oficial del dinero en el 4,5 %. El ala más ortodoxa recela del crecimiento de los salarios y de los beneficios, y desconfía de los efectos que genera la cronificación del conflicto en Ucrania. Por tanto, no tiene demasiada prisa en girar el timón del barco, tal vez también a la espera de lo que haga la Reserva Federal. Todo indica que irá abriendo la mano, pero de un modo gradual y con pequeños recortes, lo que significa que las familias tardarán bastante más de lo previsto en notar los efectos del cambio en la política monetaria, que nunca se trasladan automáticamente a todos los rincones de la economía. Las compras masivas de deuda y las rebajas históricas del precio del dinero —para reanimar la moribunda economía europea, un proceso que el economista Antón Costas definió como «crecimiento sedado»— generaron en los hogares una ficción. Las familias se acostumbraron a pagar intereses ridículos en sus letras hipotecarias en un contexto de devaluación salarial, como si estuviesen conectadas a una botella de oxígeno. La irrupción de la guerra obligó a desenchufar el aparato de golpe, en lugar de hacerlo gradualmente, lo que dejó a miles de hogares sin respiración. Nada hace presagiar el retorno a una política de tipos negativos: la estrategia monetaria, una vez estabilizada la situación económica y contenida la inflación, apunta a que el precio del dinero se sitúe entre el 2 % y el 2,5 %, dos puntos por debajo del actual. Pero para llegar ahí el camino será más largo de lo esperado, y muchos se quedarán en la cuneta.