Galicia siempre ha sido rural. Al término del siglo XVIII, según nos recuerda Eiras Roel, nuestra gran ciudad era Ferrol, 26.949 habitantes, a cierta distancia Santiago, con 15.582, y a partir de ahí Mondoñedo, con 4.640, Lugo y Tui, rozando los cuatro mil y A Coruña al mismo nivel que Betanzos, en los tres mil quinientos habitantes. Lo urbano no tenía protagonismo, la riqueza yacía en el campo, único corazón de un cuerpo que se observaba vital. Lo cual no evitaba que nuestra renta per cápita en 1860, según Zapata, fuera la más baja de España. A poca distancia de Canarias, pero a años luz de Madrid, que prácticamente la sextuplicaba, o de Cataluña o Andalucía, que la duplicaban.
Galicia, en el siglo XIX, observa que la riqueza se le diluye entre las manos, como agua fresca en un día de verano, desconoce que está inmersa en un cambio de ciclo, en una era que para algunos ya había comenzado en 1800. Hay un cambio, el trabajo manual y la tracción animal empiezan a reemplazarse por la fabricación industrial y por el transporte de mercancías y pasajeros. Nuestra población, analfabeta, cede, siguiendo la dinámica secular, su soberanía en las élites económicas agrarias. Las mismas que renuncian a capitalizar la actividad agraria para desplazarse a los emergentes centros urbanos. Los señores del campo son ahora los nuevos rentistas. El talento, el capital, el conocimiento, no tiene élites, ni académicas ni políticas, que lo promuevan. Solo hay un destino, emigrar y, con la ignorancia del huérfano que acaba de perder a su figura paternal y debe aprender a caminar, llegan a los puertos más lejanos. Son acogidos como mano de obra sumisa y valiosa, por su grado de sufrimiento. El idioma que les caracteriza, el de sus madres, es ahora un estigma que silenciar.
Cuando hubo que hablar, no se habló. Hoy, pasado más de un siglo, toca volver a hacerlo. La economía ha barajado de nuevo y reparte mano. Podemos tener una ganadora, pero ¿sabemos qué nos jugamos? Muchos los sabemos y, al igual que en el siglo XIX, en esta tierra sigue habiendo fuerzas reaccionarias obsesionadas por generar un pueblo débil, cargado de miedos, temeroso ante una Administración a la que acusan de corrupta cuando no de prevaricadora, de unas industrias que tildan de bombas medioambientales, como si viviéramos en tierra sin ley, sin legislación medioambiental, sin poder judicial ni policial. Una Galicia anárquica, donde el poder vive de comprar las voluntades de los ignorantes o de los avariciosos. Aquí me dicen que vivo. Me lo cuentan bajo una coral de mentiras repetidas y con la sumisión que ambicionan que tenga podría mirar al lado, esperar a un proceso electoral y ahí, manifestarme. Pero no, no toca ponerse de perfil.
Europa está inmersa en un proceso transformador. Nuevas industrias, nuevos materiales, unidas por dos ejes transversales, reducir la huella de carbono y redefinir la cadena de suministro. Compañías de automóviles comprando minas para alimentar el cableado de sus coches eléctricos, aquí luchamos por cerrarlas. Celulosas innovando con fibras textiles vegetales, que provocarán una reducción drástica de la huella de carbono y será materia prima para el textil gallego, aquí solicitamos en los plenos municipales que se les prohíba abrir. Eólica marina que alimentará a nuestros obreros industriales y nos dará conocimiento competitivo aquí, coloquen donde se coloquen, molestan. Renovables, se instalen donde se instalen, provocan una indefensión medioambiental a sus vecinos. Aquí, como en el siglo XIX, hay quien se reconforta generando miedos, pero, a diferencia de aquella época, los silencios egoístas no volverán a vagar por nuestros valles. Toca hablar o gritar.