
La sobreprotección del trabajador fraguada durante el franquismo a cambio de que se estuviese quieto y no protestase terminó extendiéndose en España a la etapa democrática. Basta recordar el Fuero del Trabajo (dictado en 1938, antes de acabar la guerra) —el empleo como derecho inalienable ajeno a la mercantilización— o al imponente José Antonio Girón de Velasco, pata negra de la Falange, con su rostro felino y que ocupó la cartera de Trabajo de 1941 a 1957. «Libertad del hombre para aclamar y amar a su Patria, para mandar en su hogar, para arrojar de él las pestes que le infectaban, libertad para trabajar sin el agobio del despido injusto», proclamaba. Franco acabó apartándolo del ministerio por sus chanchullos con el modelo de las universidades laborales y Girón y su saga terminarían forrados con su imperio inmobiliario en Fuengirola (Málaga). Uno más entre los muchos ejemplos de captura de la oligarquía del régimen. El caso es que la legislación laboral del ministro (fue quien estableció el despido improcedente) se extendió hasta los setenta. Entonces, la indemnización se situaba en 60 días por año trabajado. Era el empleado el que, en esos casos, elegía si cobraba o reingresaba al puesto. Fue el Estatuto de los Trabajadores de 1980 el que rebajó el umbral a 45 días, actualmente en 33. Si se analizan los datos de la OCDE, por ejemplo, España sigue siendo el país europeo en el que el trabajador está más protegido por la legislación. Y esto tiene que ver con la herencia del franquismo, pese a los intentos de las sucesivas legislaciones laborales por desprenderse de las trabas paternalistas del régimen. Más allá de las condiciones generales para establecer las indemnizaciones, el debate también debe situarse en otros puntos: cuáles son las circunstancias personales del trabajador, cómo funcionan los mecanismos de protección social (muy eficientes en los países nórdicos) y qué posibilidades reales de recolocación tienen los despedidos en un mercado laboral que es todavía muy rígido.