La obscena concentración de riqueza en el mundo traza la silueta de una figura con enormes descompensaciones. Si imaginásemos el planeta en el que vivimos como un cuerpo humano, veríamos a un enfermo con el abdomen agrandado, cuya prominente barriga no guarda una proporción con el resto de su figura, cada vez más delgada. Según el último informe de Oxfam Intermón, presentado esta pasada semana en Naciones Unidas, el 1 % más rico del planeta posee más que el 95 % de la población mundial en su conjunto. Los milmillonarios se acumulan en el bandullo de este planeta deforme, en cuya figura las extremidades presentan un inquietante deterioro, como si viviésemos en un mundo cirrótico, abocado a un trágico desenlace después de muchos años de excesos. A veces me acuerdo de esas ocas a las que ceban hasta la extenuación hasta acabar convertidas en foie. También me viene a la cabeza El Gran Gatsby, símbolo literario de los felices años 20, la década del desenfreno, que terminó en un estrepitoso hundimiento, simbolizado en una de las mayores catástrofes económicas conocidas: el crac de 1929. Hay algo de obesidad mórbida en la galopante acumulación de riqueza que vivimos, un proceso cuyo desenlace, a nivel global, no anticipa nada bueno. Son conocidas las consecuencias negativas que ya padecemos: una democracia debilitada por la influencia que ejerce el poder económico (que nadie ha elegido) sobre los centros de decisión política; la caída de la demanda de consumo; mayores niveles de corrupción y, sobre todo, ingentes cantidades de recursos que van a parar a los paraísos fiscales, mientras se resquebrajan en los países mecanismos básicos de cohesión social. Tal vez estemos irremediablemente condenados a un estallido que conduzca a un nuevo contrato social, como sucedió en los países ricos tras las dos guerras mundiales. Es difícil aventurar qué sucederá, ni cuándo. Pero si echamos la vista atrás, a la experiencia histórica, intuimos que esto no puede terminar bien.