Horas bajas las que atraviesa la locomotora europea. Vive Alemania su segundo año de recesión, con su poderosa industria —la automoción, responsable de tres de cada diez euros que genera la economía teutona, a la cabeza— en la cuerda floja por la competencia china, y en riesgo de perder el preciado tren de la innovación. Una situación esta que ha acabado abriendo una profunda grieta —zanja, más bien— en la coalición de Gobierno, haciéndola saltar por los aires. Las irreconciliables diferencias en política económica de los socios del Ejecutivo han terminado por abocar al país a elecciones anticipadas. Y eso con el triunfo de Trump y lo que de amenaza significa para Europa, todavía caliente .
La culpa la ha tenido, mantiene el canciller socialdemócrata Olaf Scholz, el hasta hace unos días ministro de Finanzas germano, el liberal Christian Lindner, con sus exigencias de un giro radical en materia económica que pasaba por recortes masivos de gasto y rebajas de impuestos, también por doquier. Scholz lo expulsó del Ejecutivo y ahí se acabó todo.
Nacido el 7 de enero de 1979 en la ciudad de Wuppertal, en Renania del Norte-Westfalia, Lindner ingresó en el Partido Liberal (FDP) a los 16 años. A los 21 ya tenía en las manos su primera acta de diputado. En el Parlamento renano, para más señas. Era entonces el más joven de la Cámara. Como atuendo en su primer día como diputado eligió el germano un elegante traje de chaqueta. Y corbata, claro. Lo aderezó con el clásico maletín de cuero. Llegó al escaño lo que se dice hecho un pincel. Y cuentan que cuando el hoy ya fallecido Jürgen Möllemann, al frente en aquella época de su grupo parlamentario, lo vio entrar de esa guisa, lo apodó Bambi. Entendía, a la vista de sus maneras, que Lindner debía de ser un blando y que no iba a aguantar allí ni dos telediarios.
No podía estar más equivocado. No sabía que con 18 años ya iba al instituto con traje y corbata.
En el 2004 se convirtió en secretario general de los liberales renanos. Cinco años después, llegó el salto al Bundestag; y en el 2013, su desembarco en la presidencia del partido. Fulgurante. Hijo de padre matemático y experto en Ciencias de la Computación, estudió el joven Lindner Ciencias Políticas en la Universidad de Bonn. No solo estudiaba. También trabajaba. Hasta para Thermomix, convenciendo a amas de casa de las maravillas del producto.
Aún joven, bien parecido, impecable en el vestir, siempre bronceado, y a menudo con pose de modelo, se pirra el líder de los liberales teutones por formar una familia. Es de los que piensan que «los hijos dan sentido y llenan la vida». A Lindner, además de la política, le va el periodismo. Casado durante casi una década con Dagmar Rosenfeld, redactora jefa del diario Die Welt y gran apoyo en su meteórico ascenso a los cielos liberales, el político teutón comparte vida ahora con otra integrante del gremio: la reportera de televisión Franca Lehfedt.
También siente debilidad por los coches. Cuenta que fue esa la primera palabra que salió de su boca. Ni papá, ni mamá. Se muere por los huesos de un Porsche. Tiene uno, claro. Un 911. Él mismo lo condujo el día de su segunda y lujosa boda. Lo acaba de poner a la venta. Lo ha hecho aprovechando una entrevista en un periódico germano. «El coche ha recorrido solo 23.000 kilómetros en 42 años». Sin duda, muchos menos que su dueño, aunque a velocidades parejas.
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