JOSÉ ANTONIO PONTE FAR
18 dic 2000 . Actualizado a las 06:00 h.Desde hace días soy un decidido partidario del eufemismo, término que, en definición casera, viene a ser sinónimo de decir algo grueso o malsonante con palabras suaves. Tardé tanto tiempo en valorarlo porque al empleo de eufemismos le debo gran parte de la confusión lingüística de mi infancia. Siempre tenía problemas para entender a mi abuela cuando decía que tal señora «estaba en cinta»; al maestro, cuando decía «leñe» y «concho», y hasta al Capitán Trueno cuando gritaba «¡Voto a brios!» o «Pardiez». Tampoco se quedaba atrás el cura, cuando en el Rosario pedía ayuda divina para mantener a raya al «Enemigo»; y la prensa y los políticos de la época, que llamaba «productores» a los obreros de una fábrica y que hablaban de «democracia orgánica» siempre que se referían a la dictadura franquista. Y de aquellos polvos, estos lodos, porque aún hoy tengo vacilaciones semánticas cada vez que oigo o leo lo que dicen nuestros dirigentes, empezando por el reiterado «España va bien» o el socorrido y nada comprometedor «en este país». Pese a su tendencia natural a la confusión, hace tiempo que creo que el eufemismo, es un toque de delicadeza en un mundo abocado a perderla. Un soplo de buen gusto en un contexto chabacano, capaz de ofrecerte en un telediario, a palo seco y sin previo aviso, la última salvajada del coche-bomba de turno o el amasijo de hierros retorcidos en una carretera, entre la soledad de unos pies inertes y el desamparo de lo absurdo... La devoción reciente por el eufemismo me entró en la carnicería. Recuperada totalmente la confianza en nuestras vacas y esperando mi turno, escuchaba a dos señoras de edad -véase ya mi militancia eufemística- quejarse en voz alta, por riguroso y educado turno, de que este persistente mal tiempo estaba haciendo estragos en sus rodillas y caderas. Lo detecté enseguida: estaba ante un nuevo tipo de eufemismo, inocente e inofensivo, como casi todos. Y este otoño, con semejante humedad y tanta locura de viento, se empeñaba especialmente en desquiciar rótulas y martirizar huesos. También ahí mismo entendí la licencia contraria -el llamar a las cosas por su nombre- que es más repentina y sincera, pero que, en dosis mal administradas, puede ser hasta cruel. Y vino de la brusca intervención del carnicero, enfaenado hasta entonces en un despiece que se le resistía. Súbitamente, le preguntó a una chica quinceañera, recadera ocasional, ensimismada en sus cosas y ajena a lo que hablaban las señoras, que hacía cola detrás de mí, si a ella le dolía algo. Sorprendida, contestó con una negativa rotunda. ¡Qué le iba a doler! Entonces sobrevino el desastre, que yo intuí, pero que no fui capaz de evitar. El carnicero, entre cínico y compasivo, dijo: «Señoras, que quede claro: el causante del dolor de huesos no es el mal tiempo...». Cuando me tocó el turno, me equivoqué y pedí un kilo de eufemismos.