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ANOREXIA, AUTOLESIONES Y CASTIDAD

La Voz

OPINIÓN

CÉSAR ANTONIO MOLINA

08 nov 2001 . Actualizado a las 06:00 h.

Cuando voy a Siena no dejo de visitar la casa de Santa Catalina e, igualmente, las escasas veces que me he llegado hasta Lima lo hice con Santa Rosa. Pocas mujeres han padecido voluntariamente tanto en la vida como ambas místicas. Catalina Benincasa era hija de un comerciante toscano, allá por el siglo XIV. Desde niña practicó la flagelación, la privación del sueño, se incrustó hierros en el cuerpo y dejó de comer. En una de sus muchas visiones contempló como Dios acercaba la mano a su corazón y se lo arrancaba de cuajo. Lo más maravilloso de esta Santa no son los flagelos y sufrimientos, que nunca le fueron suficientes -una vez hasta llegó a beber la sangre corrompida de un enfermo a su cuidado, comentando que jamás había tomado alimento o bebida más dulce y exquisita-, sino lo que cuenta de ella Fray Raimundo de Capua en la Legenda major y San Francisco de Sales en Traité de lïamour de Dieu. El primero relata como un día se le apareció el Señor y le preguntó: «¿Sabes quién eres tú y quién soy yo? Tú eres la que no es; Yo, en cambio, Aquel que soy». Y añade el fraile: «¡Mira, pues, oh lector, hasta qué punto toda criatura está rodeada por la nada! Sacada de la nada, tiende naturalmente a la nada». San Francisco dice que Dios le ordenó a su muy amada: «Piensa en Mí, que pensaré por tí». Me quedo sobrecogido ante semejantes sentencias extraídas de los Diálogos de la Santa quien, por cierto, era analfabeta. Santa Rosa de Lima era también dominica y, parece ser, un poco más instruída. Vivió más de un siglo después, en el XVI, en esta colonia española. Sus autolesiones fueron tremendas. Por ejemplo, llevaba incrustada en la cabeza una corona con noventa y nueve clavos. No se la sacaba por la noche e iba cambiando su posición para que las puntas se hundieran en zonas todavía vírgenes. Para no ser menos que la italiana, se bebió también la sangre infecta de una criada enferma derramada en una jofaina. Ávida de tormentos, acumulaba méritos monstruosamente insuperables. Jamás dormía, apenas comía y todo cuanto no fuera contemplación le molestaba. Elémire Zolla afirma que el dolor, en la mística, no es una corrupción de la sensualidad sino la puesta en práctica de lo que dijo San Pablo: «Castigo a mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado». Juan Lorenzana, su confesor, habla de las disciplinas con las que se golpeaba cada noche hasta regar la tierra con su sangre. «La sangre corría para extinguir todo ese fuego ardiente». En mis estancias en Perugia supe que, durante la edad media, se gestaron allí filas de flagelantes que recorrían toda Europa. Se les denominaba compañías de los golpeados. Jacques Boileau las describe en la Historia flagellantium. A este catálogo cabe añadir los sufridos por Marjerie Kempe. Los padecidos por ella y los que otorgó al pobre marido -que no era santo- sometiéndolo a una castidad perpetua. Según dictó a un amanuense, en la ciudad de Danzig, su esposo era tan pesado que le llegó a decir: «Verdaderamente preferiría verte asesinado antes que retomar nuestras impuras costumbres». Marjerie, según se cuenta en el libro titulado A shorte treayse of contemplacyon taugh by our lorde Jhesu Cryste, or taken out of the bock of Marguerie Kempe of Lynn, llegó a desearle la muerte a su cónyuge: «¡Muérete! Rezaré por tí para que seas salvado por la misericordia de Dios y así se te recompense en el cielo en agradecimiento a mi voto de castidad». El desafortunado John Kempe confesó que «le había entrado tanto miedo de tocarla que ya no se atrevía a hacerlo». Y prefirió antes que viajar al otro mundo, partir en peregrinación a Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela.