CÉSAR ANTONIO MOLINA
28 dic 2001 . Actualizado a las 06:00 h.Mientras en Giresum los pequeños frutos rojos, las cerezas del general Lucilo, comienzan a mostrarse. Mientras en Safranbolu el azafrán comienza a molerse. Mientras alguien en algún lugar construye algo con madera de carballo, con madera de ombú, con madera de tulípero o con la de la camelia rosa de la China; estoy frente al limonero que da sombra a la tumba de María Zambrano en su pueblo natal de Vélez-Málaga. Crece lentamente, sin prisa, absorbiendo por las raíces el zumo de aquellos tuétanos. «Surge amica mea et veni». Leo el epitafio tapado por las frutas que le van renovando sobre la lápida. Tomo la caracola trasladada a aquella playa blanca de mármol y me la llevo al oído. Cuando de nuevo quisiera escuchar la voz de María, sólo percibo el mismo rumor del mar que ella debe sentir: el oleaje infinito de la eternidad, el modo de tener al todo. «Para venir a gustarlo todo,/no quieras tener gusto en nada./ Para venir a poseerlo todo,/no quieras poseerlo todo,/no quieras poseer algo en nada./Para venir a serlo todo,/no quieras ser algo en nada./Para venir a saberlo todo,/no quieras saber algo en nada», dice San Juan de la Cruz en Subida al Monte Carmelo. Un día recogí a Sergio Pitol en el Hotel Wellington para ir a visitarla. Hacía varias décadas que no se encontraban. Quiso llevarle un gran ramo de flores. Anduvimos la calle Velázquez y, en el cruce con Jorge Juan, encontramos una floristería. El encuentro de aquellos viejos amigos se produjo bajo el perfume de las plantas recién cortadas. María las cuidó durante días como si se tratase de un pequeño jardín. Cada uno de los amigos evocados, cada ciudad revisitada permaneció viva en su recuerdo mientras aquella fresca fragancia se conservó en el piso de Antonio Maura, 14. Finalmente las flores de Pitol se marchitaron. María sintió aquello como un signo más de la definitiva despedida. «El viento que sopla de los antiguos sepulcros viene cargado de fragancias, como si hubiera atravesado una colina de rosas», escribe Goethe. María está aquí en su soledad última, en la certidumbre del sueño bien soñado, superior al que proporciona la vigilia. Esa vigilia diaria, especie de sonambulismo, ese dormir con los ojos abiertos, dormir sin soñar, o ese arrastrarse bajo el peso de una pesadilla. La pesadilla que deja el sueño bien soñado a quien lo soñó, cuando implacablemente ha sido empujado al no ser nada, cuando no acaba de ser real. «Cuando se ha soñado, se ha soñado bien y se pierde; es que el mundo está hechizado». María está reposando libre de la realidad como pesadilla. Libre del sufrimiento físico: del hambre, del frío, del terror, del heroísmo o de la maldad. De la inteligente maldad de los torturadores del Hotel Lutecia del París ocupado. Los logros artísticos e intelectuales no convirtieron en humanos a los hombres y a la sociedad, no los transformaron en más aptos para la justicia y la piedad. Las humanidades, las ciencias, incluso hasta la filosofía, pueden estar al servicio de la peor de las políticas, dice Steiner desde la soberbia de sus certezas infalibles. María inocente soportó la Historia como Antígona quien, habiendo nacido para el amor la devoraba la piedad. María vivió aquella noche oscura de España y de Europa: sin tregua, en la vigilia, en la revelación del dolor. Se preguntaba: ¿Dónde nacen las guerras civiles, de qué crimen espantoso, de qué locura? «Es la locura de la madre que enloquece a los hijos. Es el crimen de los hijos que enloquecen a la madre». Todas las guerras del mundo son civiles. Odio e injusticia por doquier. Y María en el Hospital de la Princesa piadosa con su dolor, entregada al abandono último, sumida en el infinito anhelo del absoluto vacío: la substanciación de la esencia. La primera vez que la ví después de largas conversaciones telefónicas, me dijo: «Tú y yo sufriremos por la traición». ¿Cuál fue aquélla? María sibila. María eremita. María reposando bajo la sombra del limonero, sabiéndolo ya todo en nada.