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La Voz

OPINIÓN

JOSÉ A. PONTE FAR

08 ene 2002 . Actualizado a las 06:00 h.

En los primeros días de cada año es probable que seamos muchos los que solemos entretenernos con una tarea casi de oficina, muy sencilla, pero que se nos ha convertido en un rito importante. Como tal, requiere su momento y su tiempo. Y no sólo hay que encontrar ese hueco propicio, sino también el estado de ánimo adecuado. Es una tontería, pero al poco de sentarse uno a la mesa, la tarea empieza a alcanzar dimensiones filosóficas y rincones metafísicos que nos hacen entrar en un círculo de amable nostalgia y resignada aceptación de la vida. Al poco de empezar, la tarea ya nos ha dejado a solas con uno mismo, en excelente perspectiva para observación de alma y sentimientos. El hecho, sin embargo, es humilde y forma parte de la experiencia común de mucha gente en estas fechas: se trata de cambiar la agenda del año que se acaba por la del recién estrenado. Y antes de guardar la vieja en el cajón donde ya están las de los años anteriores, se repasan las notas que en ella se fueron apuntando, siempre referentes a hechos objetivos, aunque no falten observaciones más o menos subjetivas. Y se comprueba cómo se han ido desgranando los días de un año, con sus altibajos, con sus buenas intenciones, con sus afanes, alegrías y tristezas. Y cada año nos damos cuenta de las cosas que teníamos que haber hecho y no hicimos, y de lo que se hizo sin saber bien para qué ni por qué. A lo mejor la vida es eso: un plano de proyectos e ilusiones, una constatación terca de limitaciones y dificultades. Hurgando con atención por las entretelas de la agenda, uno puede recapacitar sobre aspectos que, en su momento, pasaron más o menos desapercibidos. Puede constatar el acierto de aquella iniciativa, el error de aquel proyecto, la excesiva atención prestada a esta persona o el infundado recelo ante tal otra. Hojear con buena disposición la agenda de un año vencido es como hacer un viaje en tren por un trayecto ya conocido: te permite disfrutar la belleza de algunos parajes, comprobar la pobreza de algunas estaciones y la calidad personal de los que viajan con uno. Y sirve para relativizar las cosas, para recordar que detrás de la tormenta suele asomar el sol y que nunca llovió que no escampara. Este proceso de la agenda se complementa con la tarea de poner al día los teléfonos de nuestro listín particular. Y ahora nos tropezamos con números que, después de tantos años, ya no tienen sentido porque se nos han vuelto unos desconocidos; con otros que se incorporan llenos de buenos augurios, y con algunos que hay que borrar, porque ya no hay voz que nos pueda responder. Menos mal que permanecen los que tanto nos interesan, esos teléfonos amigos que siempre se alegran de oírnos porque entienden de aprecios y de fidelidades. Personalmente, descubrí la importancia de este viaje a través de las hojas de la agenda propia hace muchos años, como una manera de orientarme en un viaje lleno de imprevistos, como es la vida misma. Pero me ratifiqué en la utilidad de esta tarea cuando, no hace mucho, leí que la escritora Françoise Sagán declaraba, a propósito de su memoria ya gastada: «No me acuerdo de nada. Me faltan cinco años por aquí, tres por allá...». Para llevar bien las cuentas.