JUAN FERREIRO PROFESOR TITULAR DE DERECHO TRIBUNA
10 ene 2002 . Actualizado a las 06:00 h.El asunto de los mal llamados despidos de profesores de religión es un tema que aparentemente atañe a colectivos minoritarios, pero que refleja no sólo la fisonomía anímica de ciertos sectores sociales sino la realidad fáctica de nuestro Estado de Derecho. Realidad que viene definida, no tanto por las declaraciones programáticas que adornan el texto constitucional, sino por algo más pedestre y claro: su forma de actuar. La no renovación del contratos de profesores de religión católica en colegios públicos por conductas civilmente lícitas pero censurables por la curia eclesiástica no es un asunto nuevo, aunque irrumpió con fuerza el pasado verano. El caso que primero atrajo la atención pública fue el de Resurrección Galera. Su matrimonio civil con un divorciado la precipitó en los brazos del paro, tras haber impartido sus clases durante 7 años sin queja de ningún tipo. En esa misma época las páginas de los periódicos se vieron salpicadas por asuntos de parecido cariz. Diversos obispos habían vetado la continuidad de varios profesores de religión por haber cometido pecados nefandos tales como salir a tomar copas con compañeros por los bares de Monda (Málaga) o desempeñar labores sindicales. El contexto histórico no ayudó a los obispos. Los castigos que infligieron a sus docentes coincidieron con las controvertidas inversiones en Gescartera y con el borrón y cuenta nueva con el que despachó el Vaticano el culebrón Milingo. Volviendo a los despidos de profesores de religión (contratos anuales que vencen y la Iglesia decide no renovar), no cabe duda de que gozan de amparo legal. La Iglesia española, en virtud de una normativa pactada con el Estado (Acuerdo sobre Enseñanza de 1979 desarrollado por un Convenio de 1999) tiene la potestad de proponer para cada año escolar, los profesores de religión que estime idóneos. Las autoridades administrativas se limitan a designarlos y a pagarles el salario. Si se tratase de colegios privados cuyo titular y pagador fuera la Iglesia católica la cuestión no sería tan espinosa. Pero el hecho de que el empleador sea el Estado y por ende, el dinero que reciben (o dejan de recibir) los profesores sea público, arroja sobre esa legalidad concreta sombras de ilegitimidad. ¿Puede un Estado laico quedarse impasible ante la decisión de la Iglesia de no renovar un contrato laboral a un ciudadano por haber actuado, fuera del ámbito escolar, de forma no sólo absolutamente legal sino en el ejercicio de derechos constitucionales? Algunos soslayan el incómodo interrogante argumentando que en virtud del acuerdo, los obispos tienen libertad para no renovar los contratos de aquellos profesores cuya conducta extraescolar entiendan pueda resultar negativa para la docencia. Sin entrar en el posible quebrantamiento de la máxima evangélica «el que esté libre de pecado...», el asunto plantea otro interrogante jurídico. ¿Puede un estado que persigue la estabilidad laboral mantener una normativa que condena a un colectivo a vivir toda su vida en la precaria inseguridad de los contratos anuales? La vía judicial ha iniciado su andadura. El Gobierno ha sido explicito lavándose las manos ante la supuesta corrección legal. La oposición, tras haber puesto el grito en el cielo -y en el universo mediático- parece haberse quedado petrificada blandiendo el dedo acusador. Si considera que dichos preceptos son incostitucionales, ¿por qué no interpone un recurso de inconstitucionalidad? Todos se apuntan a tirar la piedra y muchos menos a dar soluciones. Una vez más, el arte de la filípica está ganando la partida al de la política.