EDUARDO CHAMORRO LA PENÍNSULA
21 feb 2002 . Actualizado a las 06:00 h.«España tiene que enterarse de que ya es una sociedad multiétnica, multicultural y multirreligiosa». Eso dice Qamar Dazal, portavoz de la comunidad islámica Ahmedia. Y yo no sé si lo que dice es como dice, ni estoy seguro de que Qamar Fazal sea el más indicado para decir esas cosas y señalar aquello de lo que España deba darse por enterada. Claro que éste es un país pródigo en arbitristas y charlatanes, y Fazal es español por la vía más directa, pues nació aquí hace cuarenta años, hijo de un misionero musulmán que decidió que España era tierra de misiones. Tenga o no tenga razón el normativo Fazal, y sean las que sean las dosis -unas más improbables que otras- de multietnicismo, multiculturalismo y multirreligiosidad que se den entre nosotros, hay algo que el portavoz de Ahmedia omite. España es un país laico, y esto quiere decir que el multilateralismo en las creencias de ultratumba es una cuestión sin duda complicada, pero reducida al ámbito, dimensión y envergadura de cada una de las conciencias particulares que se den por aludidas. Y eso, referido al inmigrante islámico, es una de las cosas que de haberse dado en su país de origen, podrían haber contribuido a que no se hubiera visto en el brete de tener que abandonarlo. Los antropólogos se han esforzado -desde Evans-Pritchard hasta Max Gluckman- en aclarar que las diferencias entre la lógica africana y la europea se deben a diferencias entre las sociedades y culturas de origen, y que éstas, las culturas, se heredan en un sentido social. El emigrante magrebí abandona sociedades en las que, por motivos económicos o políticos, no le resulta cómodo o grato -ni, a veces, posible- vivir. Son sociedades con tal grado de osificación en sus estructuras y con una hegemonía tal de las tradiciones, que cualquier dinámica de desarrollo social roza casi inmediatamente el delirio. Por otro lado, el feudalismo que obliga a poner entre comillas cualquier concepto de ciudadano en las sociedades islámicas es hermano carnal de una impregnación religiosa cuya médula es la conquista y colonización del Estado por la religión. En Europa y en España sabemos de eso, como sabemos de lo arduo del proceso que culminó -de un modo más o menos imperfecto- con la separación del Estado y del Dogma Eclesiástico en la gestión de las sociedades contemporáneas. Cuando el Dogma se apodera del Estado, la vida se convierte en un reglamento de rituales y liturgias entretejidos en una malla que es la textura misma del pensamiento, de la que no se permite duda alguna, ni la más mínima dosis de escepticismo. Fuera de esa red, el pensamiento es traición, y la vida, delito. La gente de mi edad o algo mayor recordará un ejemplo de lo que digo en aquel slogan de la posguerra, idea de un taimado sombrerero, que rezaba: «Los rojos no usan sombrero». Pues, bien, Fátima Elidrisi, la niña empañolada, es la receptora de un mensaje semejante referido a su hiyab. La gente sin hiyab delinque y traiciona. Eso es lo que oye Fátima, con independencia del afecto que tenga por su hiyab. No en vano su padre, Alí Elidrisi, opina que «la gente va por la playa medio desnuda, como animales». También considera este hombre que, cuando llegue el momento de echarse novio, su hija, Fátima, «preferirá un marroquí». El destino de Fátima está bastante servido. Y no hemos hecho nada por evitarlo. O lo que es peor, hay gente que se piensa más demócrata y progresista por haber contribuido a corroborarlo.