EL OTOÑO suele estar proscrito como destino. Nos cuesta despedirnos de la canícula y eso que a veces el descanso estival llega a alcanzar dimensiones verdaderamente pavorosas: Praga inundada; la muerte de Chillida y Carandell; más ahogados frente a las costas de Tarifa; Jesica y Holly asesinadas; Bush con el hipotálamo cada vez más afectado y sin trazas de que alguien lo asista en un manicomio... Eso sin contar con el efecto altamente nocivo de los rayos ultravioleta, las motos acuáticas o los kilómetros de atascos infernales rumbo a los arenales. Vamos, como para borrar agosto de la agenda. Sin embargo llega el otoño con todas las fruterías del barrio ya abiertas, los electricistas y los fontaneros en sus puestos y con ese sol dulcísimo en los toldos de las terrazas y lo recibimos, no sólo con el ceño fruncido, sino en algunos casos hasta con un cuadro clínico de depresión postvacacional . No hay quien nos entienda. El verano para colmo de inconveniencias es una época en la que los hijos de cierta edad son abducidos hacia un irredento estado del espíritu llamado adolescencia mientras los padres deambulan con igual inevitabilidad hacia otra estación no menos virulenta llamada desesperación. Las hormonas revientan con el calor cuando los niños todavía angelicales entran en su cuarto dando un portazo para escuchar a Extremoduro y a los Violadores del verso a un nivel considerable de decibelios y salen transformados en miembros de una extraña tribu en la que rige fundamentalmente el vaquero roto y el piercing en el ombligo. Pero todos con quince años hemos necesitado de ciertos ritos de conspiración y crecimiento. Yo recuerdo que a esa edad amaba al mismo tiempo y de un modo contradictorio la filosofía y los dibujos animados, el tabaco rubio y los caramelos Sugus, la tinta invisible de algunas novelas de Agatha Christie y el ajedrez metafísico de Borges, el Colacao, los secretos, las historias de marineros y los dilemas morales. Amaba los ambientes negros de las novelas negras, a Bogart y a Camus (o a Camus porque se parecía a Bogart). Y amaba el otoño porque me parecía la estación más propicia para la lectura que era una forma de aislamiento y de contestación. ¿Acaso puede haber otra mejor a esa edad en la que sobra vulnerabilidad y faltan palabras? Me asomo a este alto octubre lleno de autobuses con niños durmientes camino del instituto, de aceras cubiertas de oro, de cines que vuelven a presentar una cartelera sugestiva, de librerías y bibliotecas abiertas y siento algo parecido a la iluminación repentina de una ciudad dentro del pensamiento. Feliz otoño.