Siempre se dio por hecho que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, como si la contumacia fuese un distintivo de la vida inteligente. Pero ahora hay que rectificar el refrán y poner en su lugar a la Unión Europea, que puede tropezar no sólo dos, sino tres o cuatro veces, contra los mismos errores, según se pudo comprobar en la última semana. Primero tropezamos con la guerra preventiva de Irak, a cuyo reclamo acude la UE con cuatro posturas diferenciadas: el militarismo de Blair, que quiere ser grande a base de cuadrarse ante el gendarme americano; el pacifismo alemán, que acabó dando la impresión de actuar como un puro reflejo de las elecciones; el furrielismo de Aznar, que quiere llamar la atención del comandante a base de pelar patatas y fregar la compañía; y el despiste de los pequeños, que no saben si no quieren o no pueden jugar a los halcones peregrinos. Después nos dimos un coscorrón contra el déficit cero, que ya nadie sabe si es un objetivo esencial, como dice Solbes, o una simple estupidez, como dice Prodi, ni qué grado de importancia puede tener en la estabilidad del euro y en la creación de un área monetaria alternativa a la del dólar. Y por último nos las vimos con el segundo referéndum de Irlanda sobre el Tratado de Niza, que, al tiempo de poner fin a una costosa e inútil crisis de dos años (48,5% de participación y 63% de síes), también puso de manifiesto las preocupantes hipérboles de nuestras decisiones fundamentales, y el horizonte que nos espera si la Europa de veinticinco países hace la política del embudo: con la boca ancha cuando se trata de recibir, y con la boca pequeña cuando hay que contribuir. Antes ya habíamos tenido la experiencia del euro (con las rémoras de Suecia y el Reino Unido), del Tratado de Schengen, y de todo lo que implica apostar en serio por un futuro común. Y así puede pasar ahora con todas las decisiones que implica una total renuncia a competir por ser el primero de la clase y a jugar por separado en la escena internacional. Si no es tolerable que Irlanda nos venda la solución de la crisis que ellos mismos generaron, por nada y para nada, menos tolerable sería que la UE se siguiese enfrentando al futuro con dos ojos estrábicos: uno para ver quién es el más espabilado y cena más veces con Bush, y otro para ver quién es más egoísta y nos hace la cusca con la moneda, la ampliación, el referéndum o los asuntos exteriores. Y por eso hay que exigir un nuevo impulso en la integración europea, y una reforma que nos permita gobernar nuestros intereses con agilidad y eficacia. Porque la factura del caos la pagamos entre todos. ¡Y puede ser elevadísima!