Muerte y cruasán

| JOSÉ MARÍA CALLEJA |

OPINIÓN

08 abr 2003 . Actualizado a las 07:00 h.

LAS MUERTES del cámara de Tele 5 José Couso y del redactor de El Mundo Julio Anguita Parrado, añaden un plus de cercanía al drama televisado de la guerra, corroboran su evidencia mortal y recuerdan el carácter peligroso que entraña esta profesión cuando el periodista cumple con su obligación en situaciones límite. Sus vidas no son más importantes que las del resto de personas que no podrán contar recuerdos de esta guerra cuando acabe, pero el hecho de que fueran periodistas, españoles; compañero conocido, en el caso de Couso, e hijo de un político de nuestro país, en el caso de Julio, hacen , junto a otros ingredientes, que sus muertes hayan golpeado de forma especial en la sensibilidad de todos nosotros, de la opinión pública española, especialmente critica contra esta guerra. La retransmisión en directo por televisión de la guerra, o, mejor, de parte de la guerra, acaba creando un efecto narcótico en los espectadores que pueden llegar a verla despojada de su carácter fieramente humano. Uno ve cómo salen los misiles de los carros de combate, caracoleando hasta hacer diana; uno observa cómo el ojo de la mira telescópica del avión coloca la bomba en el punto exacto elegido; uno escruta la infografía que nos sirve cada mañana el periódico con el cruasán, con las características precisas y costosas de cada bomba, y puede acabar con la sensación de que allí no hay vísceras por los aires, piernas amputadas, miradas perdidas, familias rotas de por vida. Las muertes de Couso y de Anguita hijo nos sacuden y nos devuelven a una realidad de sangre, miedo y llanto.Nada nuevo en la guerra, por otra parte. Los que de pequeños leíamos las crónicas de Oriana Fallaci, en La Gaceta Ilustrada , o los reportajes de Manu Leguineche en El Norte de Castilla , sabemos que la guerra es eso: muerte en régimen industrial, producción masiva de sangre y despojos, toneladas de escombros, historias concretas, individuales, personales, de intransferible dolor detrás de cada zambombazo. Cuenta Sebastián Haffner, en Historia de un alemán , que de pequeño leía en la pizarra de su ciudad los resultados de la Primera Guerra Mundial con un aire deportivo, como si ganara el equipo local al contrincante foráneo y que sólo con el paso del tiempo se dio cuenta cabal de la barbaridad que acampa en toda guerra, de los miles de personas que dejan de estar o que quedan marcados por la sangre.Aquí, un redactor pierde la vida a manos del ejército de Irak, del ejército de un dictador sanguinario y hortera, que hace de la tortura la principal industria del país y que luego se pone un bidet con bordes dorados. Aquí, o sea, allí, un cámara ha muerto a manos del que debería considerar fuego amigo, términos intrínsecamente contradictorios, disparado en un exceso de prepotencia bélica sobre un hotel atestado de periodistas en cuyo tejado estaban supuestamente francotiradores: suena brutal y desproporcionado. Se dice que un país está en guerra cuando los padres entierran a los hijos. Aquí no hemos necesitado estar en guerra, ¿o si?, para que los padres vayan a recibir los cadáveres de los hijos, muertos desgarradoramente jóvenes, muertos por estar en el lugar oportuno a la hora precisa, en la circunstancia necesaria para contarnos a todos lo que allí ocurre, para que lo leamos mientras nos tomamos un café humeante y un dulce cruasán.(No puedo dejar de pensar en este momento en otros periodistas: José María Portell, José Luís López de la Calle, asesinados por decir lo que pensaban frente a los totalitarios del terrorismo nacionalista vasco).