ESTE VERANO he paseado muchas tardes por las intrincadas carreterucas de los valles de Dorrón-Bordóns, a un paso de Areas y de Sanxenxo. Es un remanso. A cien metros de la carretera, abarrotada continuamente de coches, ya no se percibe su runrún y empiezan a oírse los trinos de los pájaros y los graznidos de los cuervos. Es curioso pero, tan cerca del mar, no se ve una gaviota. Lo que sí se ven, son numerosos escarabajos de la patata caminando por el asfalto. Entonces me acordé del DDT, que, en mi niñez, se usaba para eliminarlos. DDT es el acrónimo del Dicloro Difenil Tricloroetano. Fue sintetizado por O. Zeidler en 1874 y P. H. Müller recibió el Nobel de Fisiología y Medicina de 1948 por descubrir su capacidad insecticida. Se usó por primera vez en 1939 para combatir, con éxito, una plaga de escarabajo de la patata en Suiza. En 1944 se detuvo una epidemia de tifus exantemático en Nápoles, eliminado con DDT los piojos que transmitían los gérmenes. Además del tifus, el DDT erradica insectos que causan otras enfermedades: peste, malaria, fiebre amarilla. En 1948 se producían 2,5 millones de casos de malaria en Ceilán. Se rociaron con DDT todas las casas de la isla y en 1962 sólo se contabilizaron 32 casos de malaria. Ese mismo año, R. Carson publicaba La primavera silenciosa y llamaba al DDT elixir de la muerte. Las casas de Ceilán dejaron de rociarse con DDT en 1964 y cinco años después hubo de nuevo dos millones de casos de malaria. El DDT es hoy una sustancia maldita (se acumula en la naturaleza y en los humanos y hay más de 500 especies de insectos resistentes a él), pero no debería olvidarse que el DDT ha salvado unos 50 millones de vidas humanas y, a la vista de un paseante de valles, era más efectivo que los actuales productos destinados a eliminar el escarabajo de la patata.