TAMÉN vexo Redondela. E vexo Pontesampaio, camiño de Pontevedra. Y, de todo eso que veo, saco la triste sensación de que, mientras el cuerpo está bien gobernado, y progresa adecuadamente, la cabeza, que es Vigo, es un desastre. Lejos de actuar como los rectores de un centro privilegiado, con enormes posibilidades de desarrollo social y económico, los políticos de Vigo se pasan la vida disputándose los pequeños poderes que sirven a sus ambiciones, ocupando las garitas desde las que se vigila el tráfico de influencias, y destruyendo sin piedad el mismo paraíso terrenal que todos aspiran a gobernar. La política es así de caprichosa. Y por eso resulta difícil explicar por qué la ciudad más populosa de Galicia, la que más crece y más riqueza produce, es absolutamente incapaz de crear una clase política a la altura de la que disfrutan los vecinos de Lugo, O Carballiño o Forcarei. En España hay ciudades que se gobiernan con fórmulas rayanas en el caudillismo, como A Coruña o Cádiz. Otras lo hacen con mayorías suficientes y flexibles, como Santiago y Vitoria. También hay municipios muy fragmentados, como Bilbao o Pontevedra, a los que el diálogo y la inteligencia les permitió transformar la ciudad con la eficacia que se atribuye a las mayorías absolutas. Lo que no hay es ciudades como ésta de Vigo, que, después de malgastar un gobierno de transición a la salud de Carlos Príncipe, produce el colapso sucesivo de los tres Péreces : la mayoría estéril del conservador Manolo Pérez, la minoría pusilánime del nacionalista Lois Pérez, y la minoría aristocrática del tecnócrata Ventura Pérez. Ya sé que cada una de las personalidades mencionadas merece un diagnóstico diferente. Pero ninguna de las explicaciones que puedan dar a su peripecia personal y política resulta suficiente para eximirles de su obligación de construir el clima político que haga posible la gobernación de la ciudad. Y por eso me temo que, si no le perdonaron a Manolo Pérez su incapacidad para unir las taifas del PP, ni a Pérez Castrillo la paralización que le produjo la díscola e insolidaria ambición de Príncipe, tampoco le van a perdonar a Pérez Mariño su incapacidad para generar el ambiente de colaboración que le dé sentido a su racionalidad administrativa y a su intento de convertirse en la encarnación elitista de una ciudad sin pedigrí. ¿La culpa? No sé de quién es. Pero, si le aplicamos a los vigueses la misma lógica que ellos le aplican a sus alcaldes, me temo que los gallegos tampoco les vamos a perdonar que sean incapaces de generar una clase política a la altura de su ciudad y de su historia. Por más que, como hacen sus alcaldes, se inflen a darnos explicaciones.