NO ES, ciertamente, la guerra que tiene abierta contra el terrorismo de Chechenia. Por mucho que el nacionalismo islamista checheno haya golpeado dos veces principales en Moscú, con la ocupación de un teatro y sus cientos de espectadores, y con la demolición a la dinamita de bloques de viviendas con sus habitantes dentro, no es eso la guerra de Putin. El conflicto realmente suyo es el que libra en el corazón mismo del régimen ruso. Es un episodio mayor en la gran transición comenzada con el desplome del sistema soviético. Fue aquello un suceso de profundidades telúricas: salieron del mismo, fundidos como magma volcánica, revueltos y como inseparables, el poder económico y el poder político. Vladimir Puntin quiere separar esos poderes. Él tiene el poder político; enfrente de él, los oligarcas engendrados por la Peres-troika de Gorbachov y cebados por Yeltsin con dietas hipermillonarias. En el 2000, Yeltsin pactó con los oliogarcas, siete en número y judíos -excepto el ruso Potanin- el deslinde de los poderes, para que no sumaran a su dirimente capacidad económica la política capacidad de decidir en los asuntos del Estado, como habían hecho hasta entonces. Los dos oligarcas que primero incumplieron el pacto -Boris Berezovski y Vladimir Gusinski-, en el exilio están, luego de pasar por la cárcel. Y a la cárcel ha ido también Mijaíl Jodorkovski, el hombre más rico de Rusia y dueño de la petrolera Yukos, por preparar una plataforma electoral contra Putin y bajo la acusación de estafa y evasión fiscal. De puro cristal tienen todos el techo. Incluso colaboradores de Putin, como Alejandro Voloshin, dimitido jefe de su Administración, y Mijaíl Kasiánov, primer ministro, ambos en desacuerdo por el encarcelamiento de Jodosdkovski y el embargo de las acciones de su Compañía. La transición rusa a la normalidad democrática dobla el Cabo de las Tormentas.