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Carmen Laforet

| IGNACIO RAMONET |

OPINIÓN

02 mar 2004 . Actualizado a las 06:00 h.

SIENDO YO ADOLESCENTE, conocí en Tánger a Carmen Laforet, la gran novelista catalana recién fallecida en Madrid. Marruecos acababa de obtener su independencia en 1956. Y aunque Tánger ya no era (quizá nunca lo fue) aquella mítica ciudad de espías, gángsteres y contrabandistas tan a menudo evocada por Hollywood, seguía siendo una metrópoli diferente, exótica y exultante. Una encrucijada de culturas, de religiones y de lenguas a la que, en esa época, y atraídos por el consumo fácil de kif y de jóvenes efebos, acudían muchos escritores de la Beat Generation, como Allen Ginsberg y William Burroughs, y otros no menos célebres como Truman Capote o Jean Genet. Más que una fiesta, Tánger era entonces, para estos artistas, como lo escribió Burroughs, un «festín desnudo», un paraíso gay, una orgía permanente de droga, sexo y sol. Yo vivía en el corazón del Tánger moderno, en el bulevar Pasteur, en un edificio central -el Acordeón- muy conocido por su forma arquitectonica. Era un inmueble de estilo americano que mezclaba oficinas con pisos de vivienda, provisto de enormes elevadores manipulados por ascensoristas de librea. En su planta baja estaba atravesado por una galería comercial en la que se hallaba la mejor librería tangerina, la Librairie des Colonnes . En ese mismo edificio habitaba a la sazón Carmen Laforet. Estaba casada con el periodista gallego Manuel Cerezales, que dirigía entonces el diario local España , un periódico muy franquista que él estaba transformando con habilidad en un diario más abierto y de mayor calidad. Tarea, por cierto, que proseguiría con talento su sucesor, el amigo Eduardo Haro Tecglen, quien después dirigiría Triunfo antes de ingresar, para nuestro cotidiano deleite, en El País . Carmen Laforet era entonces una mujer de entre 35 y 40 años, en la plenitud de su esplendor. La recuerdo con su extraño rostro de pómulos muy salientes y mentón voluntarioso, con sus cabellos negros no abundantes, lacios, cayendole sobre los hombros, su boca inmensa y su cuerpo armonioso. Sonriente y enigmática. Vestida siempre con elegante sobriedad. Por ser paisano, Manuel Cerezales se hizo amigo de mi padre, que era el sastre de las celebridades tangerinas. Se hizo cliente suyo. Y Carmen también, que gastaba trajes de chaqueta. Ambos venían a casa a veces con sus hijos pequeños (tuvieron cinco). Recuerdo que Cerezales era bastante sordo y había que gritar. Yo miraba a Carmen y me ruborizaba. No sólo porque la encontraba bella con su mirada inteligente sino porque, casi cada día, sin que ella lo supiera, yo la contemplaba desnuda en su terraza. A mediodía, después de comer, yo acostumbraba a pasear mi perro Tom por la azotea del edificio. La autora de Nada vivía en la última planta, y a ese nivel los pisos poseían unas holgadas terrazas inundadas de sol. En ellas, a esa hora, sobre una amplia toalla, Carmen se exponia por completo en cueros. A hurtadillas, desde la azotea, yo me comía con la vista su total desnudez. Y puede imaginarse el efecto que en un adolescente de unos quince años de aquella época tan represiva en lo sexual podía producir aquel cuerpo sin velo de mujer madura¿ Muchos años más tarde me enteré de que, en esa época, Carmen Laforet estaba escribiendo La Insolación (1963). El anuncio de su muerte desconsuela sin duda, y con razón, a sus lectores. A mí, además, me trae este recuerdo trémulo de aquella primera emoción sexual producida por el descubrimiento del cuerpo desnudo de quien además de ser una genial escritora era una mujer de verdad.