NO HE ESTADO nunca en Hollywood. Ni tengo, claro, por desgracia, el placer de conocer a Francis Coppola. Sé pocas cosas de la historia de la mafia. Y no demasiadas de la de Nueva York o de Sicilia. Y, sin embargo, cada vez que veo El Padrino vuelvo a reconocer en ese filme maravilloso la inmensa cercanía que caracteriza a cualquier obra de arte universal. Porque de lo que habla Coppola al relatar la historia de la saga Corleone es de cuestiones que están por encima del tiempo y del espacio: del precio del poder, de la descarnada crueldad de la ambición, del miedo y del amor, de la lealtad y la deslealtad, y, en fin, de la sobrecogedora oscuridad del alma humana. De lo mismo que tratan, a su modo, Madame Bovary o Ana Karenina , grandes novelas que desde paisajes muy lejanos nos cuentan historias que sentimos tan cercanas. Tanto, en realidad, como la de Ana Ozores, La Regent a, que sufrió su amor y su tormento -su pobre amor atormentado- en esa Vetusta-Oviedo por la que muchos hemos paseado. ¿O es que no nos resulta más cercano a nuestro mundo el realismo mágico de Cien años de soledad del colombiano García Márquez que el realismo castizo de Peñas arriba del españolísimo Pereda? Woody Allen y Fellini, Herman Melville y Julio Verne, Andy Warhol y Matisse, no son de donde son, sino de todos, pues sin ellos sencillamente no seríamos lo que somos. Nos definen, como nos define Picasso, Buñuel o Pío Baroja. O Álvaro Cunqueiro o Josep Plá. No estará de más recordarlo, ahora que volvemos a oír hablar con fuerza de excepciones culturales, en medio de un ambiente dominado por el discurso pequeño y apocado de lo nuestro y lo de aquí. Pues lo nuestro y lo de aquí dejó de existir el día que abandonamos las fronteras de la tribu y salimos a pecho descubierto a leer, a ver y a oír lo mucho de bueno que se hace por el mundo, la única patria al fin y al cabo que no termina, antes o después, como Saturno, comiéndose a sus hijos. Bien estará que, si ello fuera necesario para proteger la industria cinematográfica española de la presión brutal de la majors norteamericanas, discutamos sobre las cuotas de pantalla que deben permitir a películas hechas con talento competir con la basura que, amparada por campañas millonarias, llega a diario del otro lado del Atlántico. Pero el problema de fondo de las llamadas excepciones culturales no es ese, sino el de la filosofía en que se inspiran: la de que lo nuestro culturalmente hablando es lo que se hace en nuestro país (o en nuestra comunidad o en nuestro pueblo). Una filosofía que nos condena a una posición culturalmente defensiva que ha sido siempre la antesala de una segura derrota cultural.