TENÍA guardado este título para hablar de lo que usted ya habrá imaginado: la aparición de Alberto Núñez y Xosé Manuel Barreiro en la sky line del universo fraguista. Pero quiso el azar que el nombramiento de los vicepresidentes llegase al DOGA en el tercer aniversario de aquel aciago día en el que las Twin Towers se derrumbaron sobre los cuerpos y almas de 3.020 neoyorkinos. Y por eso no me queda más remedio que dejar para el lunes la laudatio de Núñez I y Barreiro II, para dedicar unas letras a la más grave regresión política y democrática que se produjo desde la Segunda Guerra Mundial. Lo primero que dijo Bush aquel día, tan pronto como el miedo le permitió bajarse del avión y comparecer ante su pueblo, fue que estábamos en guerra, y que la U.S. Army buscaría a los terroristas en las más remotas madrigueras. Y lo primero que dije yo, en el artículo del día 12, fue que era un gravísimo error combatir al terrorismo con la guerra y con su ley, que se estaba elevando a Bin Laden a la categoría de Estado sin territorio, y que se estaba olvidando que el terrorismo habita y utiliza las mismas estructuras sociales en las que nosotros vivimos. Bush se equivocó totalmente, aunque todavía no lo acepta. Y yo acerté plenamente, aunque tuve que esperar hasta ayer mismo para que, acuciado por el desastre de Beslám, también el Financial Times se sumase a la teoría de que la guerra y el terrorismo operan en planos distintos, y que, lejos de acabar con el contexto en el que florecen los suicidas, las guerras económicas son su mejor criadero. Y menos mal que se equivocó Bush y no yo. Porque la guerra de Bush la estamos perdiendo, mientras que la democracia global vuelve a reverdecer como las más hermosa y eficiente utopía del mundo, o como la única esperanza que nos queda para frenar la escalada bélica en la que nos están metiendo los que, lejos de buscar la paz, pusieron en marcha el negocio de la guerra. Tres años después del ataque al World Trade Center , la franquicia terrorista llamada Al Qaeda pasea su terror por todo el mundo, marca la agenda de los Estados más poderosos, influye en los procesos electorales, mata donde le peta, gana adeptos para esa locura asesina de las guerras preventivas, avergüenza a las democracias con nombres como Guantánamo, Kandahar o Abu Ghraib, y acelera la escalada de conflictos en la que los terroristas no pierden nada y los ciudadanos lo perdemos todo. Por eso es hora de aceptar que el 11-S no movió la historia hacia delante. Sólo nos hizo regresar a los tiempos en los que todavía se creía que la guerra era una solución. Porque eso es lo que piensan, por desgracia, el hijo de Bush y el hijo de Putin.