PARA LOS MIOPES políticos, que sólo ven de cerca, la semana política debió de ser horrible, porque no es fácil mantener la calma en medio de acontecimientos tan deprimentes como la comparecencia de Aznar ante la comisión que investiga el 11-M; la chapuza permanente con la que el grupo socialista trata de enmendar su negligencia en la reforma del Poder Judicial; el desplante ordenado por Zaplana durante la votación del pasado jueves; la creciente sensación de que a Manuel Marín se le va el Congreso de las manos, las noticias difundidas por la ministra de Sanidad sobre el absoluto descontrol de la drogadicción entre adultos y menores, y la presencia de Magdalena Álvarez en la Comisión de Obras Públicas para informar del Plan Galicia en plan rumba catalana: «¡aay, la tinta del calamar -plas, plas- la tinta del calamar!». A nivel internacional las cosas no fueron mejor. Porque no son buenas noticias que Ucrania entre en una crisis de difícil salida; que la cuestión palestina se acople como un guante a los planes de Bush; que Portugal evidencie el marasmo político que atraviesa; que los insurgentes iraquíes hayan regresado a la primera página de la actualidad; que la ONU esté sumida en una grave crisis de orientación política, ineficiencia administrativa y corrupción económica, o que el sida siga descontrolado en medio de las polémicas sobre la investigación y fabricación de medicamentos y el uso de preservativos. Pero la semana que hoy termina también tuvo dos destellos que pueden iluminar la travesía del desierto, ya que representan importantes avances en un proceso que está llamado a cambiar las hechuras políticas del mundo, tanto en sus problemas como en sus soluciones. Me estoy refiriendo, como es obvio, a sendas decisiones adoptadas por el Partido Socialista de Francia y por el PNV, que vienen a reforzar el proceso constituyente europeo y a añadir un poco de esperanza a un panorama político que adolece de liderazgos y abunda en visiones raquíticas del nacionalismo y de los cambios estructurales exigidos por los nuevos tiempos. De la mano de François Hollande y de Josu Jon Ímaz, tenemos la sensación de seguir avanzando. De que estamos preparando las herramientas con las que vamos a defender la paz y el progreso de un mundo que, atado aún a viejos métodos y conceptos, parece empeñado en ponerse al yugo de la noria del pasado. Lástima que, en medio de estas noticias alentadoras, el BNG haya decidido tirar por la vía de la nostalgia, y que, bajo el señuelo infantil de que «otra Europa es posible», hayan decidido meter a Galicia en un debate trasnochado, en el que sólo vamos a encontrar muchas disonancias y pésimas compañías.