HACE DOSCIENTOS años, el 2 de diciembre de 1804, en la catedral de Notre-Dame de París, Napoleón Bonaparte se autocorona emperador en presencia del papa Pío VII, a la vez que su mujer, Joséphine, era elevada al rango de emperatriz, todo lo cual ha sido inmortalizado en el magistral cuadro La Sacre de Jacques-Louis David expuesto en el Museo del Louvre (el más contemplado después de la Gioconda) que, hasta el 17 de enero, puede reelerse gracias al mecenazgo de la joyería Chaumet, de la Place Vendôme, de París, herederos de quienes hicieron las joyas del cuadro. Napoleón fue, desde luego, un auténtico genio militar. Llegó a extender sus campañas victoriosas por Italia, Egipto, Portugal y España, hasta la retirada de Moscú, con la cual se inició su declive. Sus restos descansan en el Hôpital des Invalides de París, como él deseó en su testamento, «a orillas del Sena, en medio del pueblo francés, a quien tanto he amado». En Francia existían muchos códigos regionales y centenares de tribunales autónomos, con vigencia de cerca de 14.000 decretos, muchos de los cuales contradecían leyes anteriores. Por ello llegó a escribir Napoleón a Talleyrand: «Somos una nación con 300 códigos de leyes pero sin leyes», de suerte que los casos se eternizaban en los tribunales, hasta que se aprobó el Código Civil, publicado el 21 de marzo de 1804, que, todavía, es la Ley de Francia, si bien recientemente fueron modificadas algunas partes para adaptarlas a los tiempos actuales y, así, a modo de anécdota, ya no resulta posible multar con trescientos francos al marido que tiene una amante. El Código Civil francés, inspirador del nuestro, también rige actualmente en Bélgica y Luxemburgo y ha dejado huella duradera en numerosos países europeos e hispanoamericanos y hasta en Japón, lo que da la razón a Napoleón cuando creía que iba a perdurar el texto en el que tanto empeño puso («Mi verdadera gloria es mi Código Civil») y que fue discutido artículo por artículo, bajo su presidencia, por el Consejo de Estado a lo largo de cincuenta y siete sesiones, con la inestimable ayuda de Tronchet y Portalis, cuya labor fue reconocida erigiendo estatuas de ambos abogados en la Cámara del Consejo. En España, la codificación civil no se pudo llevar a cabo hasta 1889, con la Restauración de los Borbones, marcando todo el proceso codificador la llamada cuestión foral frente al ideal de unificación y certeza que trataba de poner fin a la existencia de derechos locales, con origen en particularismos medievales, de modo que lo que debió ser el eje de la codificación y dar lugar al primer Código aparece en último lugar, tras la aprobación de los códigos Penal y de Comercio, así como las leyes de Enjuiciamiento Criminal y Civil. Se consiguió, pues, con mucho retraso, aprobar en nuestro país un Código Civil único, que, incluso, asumía la conservación de los derechos forales, causa y resultado a la vez de la tardanza. Ahora, el Gobierno actual de España ha hurtado al Tribunal Constitucional, al retirar el recurso, el pronunciamiento sobre la pretensión de redactar un código civil catalán, dejando al Parlament la posibilidad de desarrollar ilimitadamente un ordenamiento jurídico distinto al derecho civil común de todos los españoles, no sólo, pues, en materias propias de los derechos civiles forales o autonómicos. Carece de sentido -y de lealtad- constitucional que al amparo del derecho civil propio autonómico se pretenda ahora crear un Código Civil catalán o, por qué no, diecisiete códigos civiles, cuando, respetando las peculiaridades de los derechos forales, lo sensato es tratar de buscar espacios jurídicos comunes y aprobar ya, por ejemplo, un código civil europeo de obligaciones y contratos, que nos permita competir en el mercado internacional. Napoleón afirmó que haría falta un millón de años para que se dieran otra vez las circunstancias que le permitieron pasar de ser un corso desconocido a emperador de una Europa unida. Desde luego, parece que falta muy poco para que todo ello se disuelva.