EN EL SIGLO XIX, Londres era la meca de la nueva máquina, en la que convivían la miseria dickensiana y la sociedad opulenta. París, inmersa en su reforma urbanística, ya convocaba a artistas de todo género, la bohemia dorada que retratan la literatura y la música, en busca de la libertad de un nuevo estilo. Venecia, en contraste, era la ciudad estancada, alienante, paradigma de belleza decadente como antítesis del dinamismo y el progreso. Una excelente exposición, que acaba de clausurarse en París, reúne y confronta a tres artistas, Turner, Whistler y Monet, fascinados por las tres ciudades y sus ríos. Ante nuestros ojos se muestra rotundamente la capacidad de la pintura para expresar lo inaprensible: reflejos y transparencias del agua y la niebla, iridiscencias provocadas por los momentos de las horas y las estaciones, penumbra, atmósfera... También se narra una historia de admiración, amistad e incomprensión. En sus comienzos, Whistler y Monet fueron rechazados en los salones académicos, como a menudo suele suceder con los inconformistas y los renovadores. El influyente y conservador Ruskin, ante la explosión luminosa del Nocturno en oro y negro. El cohete que cae, acusa a Whistler de «tirar un bote de pintura a la cara del público», pero a cambio Óscar Wilde y Mallarmé comprenden su modernidad. Cuando, hace ya muchos años, descubrimos a Turner en la galería Tate, lo juzgamos un pintor extemporáneo y aislado. Fue, por el contrario, un innovador consciente que, dominando todas las recetas y convenciones, se aproxima al paisaje urbano y natural y luego se distancia para metamorfosearlo, casi abstractizarlo, en una impresión luminosa. En sus acuarelas de ¡1820! está ya presente la teoría de la prevalencia de la luz sobre la forma, con el color como instrumento de expresión. Todo ello en un momento en que la sociedad y el pensamiento posrevolucionario iban por delante de un arte cortesano, del que David representaba el paradigma, mientras Turner, como el Goya de la Quinta del Sordo, suponía la ruptura. Imaginemos las conversaciones entre Whistler y Monet ante los cuadros de Turner. El primero, americano europeizado, turneriano confeso, se acerca a la realidad en silencio, la aprehende en su memoria y luego le da la espalda para recrear ante el caballete la emoción en sus «paisajes del alma». Emoción que se transmite a la abigarrada multitud de visitantes, que ante sus armonías en azul y plata, tan próximas al lenguaje fotográfico actual, exhala el sentimiento de la belleza sublime, los pasos se detienen y las voces se acallan. Monet, que pasó temporadas en Londres huyendo de la agitación política de su país, admiraba a Whistler, y con el atril a pie de Támesis, iba convirtiendo la realidad en píxeles, como ya hiciera en aquella Impresión: Sol naciente con la que «inventa» el impresionismo. Aprovechando las nuevas ofertas de vuelos directos que llegan a Galicia, vale la pena ir a Londres al encuentro de los tres maestros del óleo, la acuarela y el grabado, entre febrero y mayo. Nada más sugestivo que contemplar estas obras en el mismo entorno del río que inspiró buena parte de ellas.