HASTA la primera mitad del siglo XX Europa se caracterizó por un sinfín de conflictos bélicos entre los países que la integraban, rematando esa trágica y prolongada secuencia histórica con dos guerras mundiales y decenas de millones de muertos. Winston Churchill decía entonces (Zúrich, 1946) que era urgente construir los Estados Unidos de Europa, aunque añadiese socarrón que Gran Bretaña sería sólo excelente vecino. Pero crecía la conciencia de crear instituciones estables para resolver los conflictos mediante diálogo y negociación. La opción elegida fue inteligente y acertada: alcanzar la política a través de la economía. Con paciencia y prudencia, paso a paso, de menor a mayor dificultad. Desde el Tratado de París (Comunidad Económica del Carbón y del Acero, 1951), hasta los Tratados de Roma (Comunidad Económica Europea y Comunidad Europea de Energía Atómica, 1957). Desde el Acta Única (1986) y el Tratado de Maastricht (Unión Europea, 1991), hasta llegar al euro, pasando por Ámsterdam y Niza. Desde seis países a veinticinco. De la unión arancelaria a la moneda común. De Monnet y Schuman a Mitterrand y Kohl. Desde la guerra hacia la paz, la libertad y el bienestar social. El Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, que se vota el domingo, hay que situarlo siempre en este largo proceso de construcción política europea. El profesor Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional, nos recordaba en artículo reciente que alumbrar el Estado constitucional en los países europeos, como forma política de organizar la convivencia, llevó todo el siglo XIX, mientras el siglo XX se consumió en procesos democratizadores del Estado constitucional originario. La Constitución europea deriva, pues, del triunfo de la constitución democrática a escala continental, cuyo desarrollo último -estima el citado profesor- puede llevar todo el siglo XXI. El tratado constitucional es todavía imperfecto, pero carece de alternativa mejor. Un precio a pagar por el acuerdo posible. Por eso es error interesado plantear el debate en clave de política interna, al margen de los límites que marca el proceso histórico de la construcción europea. Pero este tratado mejora de manera significativa la situación anterior. Por su forma de elaboración (Convención representativa y aprobación por consenso mediante proceso deliberativo) y por su contenido (refuerza la política, la democracia, la transparencia y los derechos cívicos). Las instituciones de la UE no se inspiran en el Estado-nación, sino que configuran un sistema político innovador más próximo al principio federal de autogobierno y gobierno compartido. Algo que aún se entiende mal. Por eso no es la repanocha; pero sí es un notable avance histórico.