No habrá lodos de estos polvos

EDUARDO CHAMORRO

OPINIÓN

16 feb 2005 . Actualizado a las 06:00 h.

EL SOCIÓLOGO Salvador Giner ve cómo la polvareda levantada durante los últimos años en la casa Windsor señala «la dulce disolución de esta venerable monarquía». Yo pienso, por el contrario, que la monarquía británica lleva siglos salvando el pellejo gracias a estas turbulencias pasionales que tantas emociones populares suscitan. Para verlo así basta con fijarse un poco. Gracias a las tontolinas de Eduardo VIII, los británicos pudieron librarse de un rey que era un nazi de tomo y lomo, enamorado hasta las cachas de una americana divorciada, Wallis Simpson, más lagarta que María Martillo. Una vez descompuesto de su corona, el ya duque de Windsor insistió, desde París, Madrid y Lisboa, en sus tejemanejes con el Tercer Reich hasta que Churchill le planteó un ultimátum clarísimo: o aceptaba el puesto perfectamente lejano de gobernador de Bahamas o el Gobierno británico lo detenía y encarcelaba. Es una historia que está en libros y novelas al igual que la crónica sentimental y sangrienta de las coronas británicas y sus súbditos se encuentra en los dramas de Shakespeare. Las emociones eróticas y las pasiones del sexo en sus aspectos más tajantes y en sus vertientes más oscuras son características de la suprema institución británica, tan suprema que no titubeó un instante a la hora de inventarse una iglesia en propiedad que no diera tanto la lata como Roma, el Vaticano y los sumos pontífices. De no haber tenido Enrique VIII tan bravía la entrepierna, Gran Bretaña no contaría con un Estado tan despreocupado del conflicto entre confesionalidad y laicismo. Un conflicto resuelto gracias al genial invento de la Iglesia de Inglaterra. Eso en cuanto a la historia, porque en cuanto al mito, ahí está el candente triángulo entre Arturo, Ginebra y Lanzarote de Lugo. Si eso no es sacralizar los cuernos y las piruetas conyugales entre el entusiasmo y el aplauso populares, pues que venga Dios y lo vea. Incluso aquella reina emperatriz tan diminuta y ardiente que fue Victoria, desplegó toda su voluntad y denuedo en la puesta en escena de sus angustias amorosas. Muerto el príncipe consorte Alberto, Victoria desapareció una larga temporada de Londres para recluirse en el castillo de Balmoral y refugiarse en el afecto de un palafrenero llamado John Brown, un hombre fornido y coloradote que la entendía como nadie. Al mismo tiempo, Victoria mantenía intacta en su corazón la pasión que sentía por el difunto Alberto, cuyo rastro se empeñó en seguir por los senderos de la ultratumba gracias a las técnicas de los pases magnéticos y del contacto espiritista divulgadas por Mesmer, entre otros. Si el triángulo entre Arturo, Ginebra y el de Lugo tenía su norte en Avalon, el urdido por Victoria colocaba un vértice en el espeso aroma de las caballerizas, y el otro, en la tenue fosforescencia de la carne espectral. Aquella peripecia victoriana fue tan memorable que hasta Conan Doyle, siempre afligido por la cantidad de dinero que ganaba escribiendo las aventuras de Sherlock Holmes, decidió tomar ejemplo en la consolación de su emperatriz, y abrazó el espiritismo.