TRES de los comensales éramos gallegos, la cena resultó amable, entrañable y cordial, yo había vuelto de Londres para estar reunido en torno a aquella mesa, y Londres fue el pretexto para reivindicar nuestra memoria de piedra, nuestra memoria de quienes nos precedieron y que hicieron de la casa fundacional, del hogar petrucio, el eje vertebrador de una saga, el ara solis , la piedra primera donde está el origen y la memoria de una familia. Un viejo y querido amigo que anda buscando para su próxima primera novela el discurso del método, levantó la liebre apelando a la tradición británica de documentar los hogares, de rescatar la historia vivida de las casas, de protegerse con los dioses lares y los manes que gobiernan desde siempre los hogares. Somos lo que habitamos, en algún lugar recóndito del árbol de nuestros recuerdos están los ruidos esenciales que escuchamos desde un cuarto, desde una alcoba de la casa de nuestra infancia. Está la lluvia golpeando los otoños en los cristales de la ventana, están los quejidos misteriosos de las puertas que se abren cuando la noche es sólo silencio, están los pasos del ratón cruzando apresurado el desván, estamos nosotros habitando la memoria desde el libro abierto de los días que se fueron. Y contaba que con una camelia, acaso la flor nacional del país gallego, una camelia que yo coloco en su origen en el jardín botánico de Manciñeira, bendijo la casa y a quien en ella vivia, y la tarde se fue alargando hasta confundirse con la noche. Mi amigo sentía un orgullo legítimo de la casa recuperada, era su escudo y su blasón, la nueva divisa rescatada de un clan del que él era la primera referencia. En cada piedra sillar de la casa estaban las huellas de quienes la construyeron y habitaron. En un alféizar de ventana de la planta baja, estuvo quieta una mirada que se perdió por los caminos, todos los olores esenciales con el carro de azahar de las primaveras entraron por los balcones que se abrieron para que la brisa de mayo purificara las alcobas, y el arco iris del final de un verano tatuó de colores pálidos el oro viejo de la fachada. Y yo dejé que mi imaginación navegara los días transcurridos para escribir el currículo de la casa, e imaginé un limonero y un pozo de agua fresca, y un caminante pidiendo agua cuando la sed era julio. Aquella casa, como muchas de las inglesas, tenía grabado en la puerta el árbol genealógico de toda una estirpe. Y en el diario leo una esquela: debajo de los apellidos venía fachendoso el nombre de su casa. Fulano de tal, de la casa grande de donde sea. Santo y seña, divisa de toda una estirpe, memoria de un país que no puede perder su identidad. En la cena hablamos de periodismo y de literatura, de derecho y de Galicia, del viento y de los británicos. Yo había almorzado en Londres y estaba cenando en Madrid, convinimos en que es envidiable la tradición inglesa de documentar las casas, de hacer coincidir el ADN de las viviendas con el de quienes las disfrutan, hablamos de Brecht y del sentido de pertenencia que nada tiene que ver con el de propiedad, y en el taxi mi amigo me sugirió este artículo, y quedamos citados, para cuando los días sean más largos, en su casa rehabilitada, en la residencia de toda su memoria. Cuando mi amigo se bajó en la puerta del hotel, y yo continué viaje, el taxista subió el volumen de la radio que estaba dando cuenta de urbanizaciones incautadas, del dinero ocuro empleado para levantar casas que nunca tendrán memoria de sus dueños, y entonces supe que la casa de mi amigo en la aldea de sus mayores era un carballo que cobijaba bajo sus hojas a quienes habían buscado su protección, y la edificación de piedra era un libro y la brisa de marzo hacía que fueran pasando las páginas llenas de historias de tesoros ocultos y maquis escondidos, pero eso, querido amigo, ya no me toca contarlo. Al llegar a mi destino vi un cartel antiguo que, como yo ahora, deseaba que Dios bendijera, con camelias, cada rincón de la casa. Misión cumplida.