NO ME CONSIDERO apropiado para glosar la personalidad del papa Juan Pablo II, por ello prefiero recordar la figura humana de un cura polaco que la Providencia llevó hasta el Vaticano. Allí hemos visto y sentido su presencia al asomarse a la sencilla ventana de la alcoba para dirigirse a los fieles en distintos idiomas que hacían clamar de alegría a los aludidos, agitando las banderas de cada país. Era esta una forma de aproximarse a los católicos de todo el mundo. Trabajaba en su labor apostólica incansable, con la fortaleza de un hombre centroeuropeo, de la Europa que se encontraba bajo el yugo soviético, cuando fue nombrado papa. Pero aceptó el otro yugo que fue la responsabilidad de conducir la Iglesia de Cristo en tiempos difíciles del último cuarto del siglo XX. Su ejemplo fue considerado peligroso por la KGB, que decidió acabar con él. Fue capaz de perdonar a su asesino el turco Alí Agca, que si en principio no consiguió su objetivo, a la larga se puede pensar que le acortó la vida, pues su fortaleza física quedó mermada. Podía haber vivido mucho más. Internacionalmente, si fue capaz de proclamar en la ONU su visión del mundo para vivir en paz y justicia, con la defensa de los Derechos Humanos; si fue capaz de pedir perdón al pueblo judío en Jerusalén, por el holocausto, aunque él vivió también la opresión germana; si recibió en el Vaticano a toda clase de líderes, como Arafat o Gorbachov; si viajó incansable a todo el mundo, anunciando su fe, congregando a millones de creyentes y jóvenes en especial; si rechazó claramente la invasión de Irak enfrentándose a los poderosos¿ son estas unas pinceladas de su personalidad humana, siempre volcada en el apostolado cristiano. Su forma de morir, en su puesto, hasta el final, da mucho que pensar sobre este trance que todos tenemos que pasar. Siempre dio testimonio de su fe en Cristo. Vale, Papa.