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El suicidio de Jokin

| JOSÉ MARÍA CALLEJA |

OPINIÓN

28 abr 2005 . Actualizado a las 07:00 h.

JOKIN era un adolescente vasco, de 14 años, que se quitó la vida, en septiembre del año pasado, acosado por sus compañeros de Instituto de Fuenterrabía (Guipúzcoa). Este adolescente llegó a una terrible conclusión: si denunciaba los malos tratos que sufría, sus compañeros le llamarían chivato; si no lo hacía, seguiría sufriendo la tortura. En esa encerrona, a la que le llevaron sus acosadores, sólo encontró una salida: tirarse desde la muralla de su pueblo. Clausuró su vida. Prefirió la muerte antes que seguir muerto en vida. Es una historia con desenlace brutal, terrible, que nos habla de un problema que sufren muchos adolescentes: el acoso por parte de los que les ven frágiles. Pero en este caso tenemos la circunstancia agravante de que las pautas culturales establecidas durante años en la Comunidad Autónoma vasca (CAV) dan por hecho que la forma natural de saldar las diferencias con los otros es la aniquilación del que se sale de la tribu. La madre de uno de los agresores de Jokin reprochó a la madre del acosado haber roto las normas de la cuadrilla al desvelar el problema del maltrato de su hijo. Una interpretación de la cuadrilla como una célula mafiosa, atenazada por el silencio, fuera de la cual no hay salvación. Una visión que comparten muchos individuos en aquella tierra y que explica, entre otros factores, la pervivencia durante años de comportamientos violentos, fanáticos, excluyentes. Ha habido durante años en la CAV una entronización de matón de barrio, del chulo de taberna, del bruto de la clase, que ha calado en los comportamientos sociales. Y es que hay conductas que no se aprenden necesariamente en la escuela, que se interiorizan porque están en la calle, en el ambiente, en el comportamiento habitual de los adultos y que los adolescentes maman sin necesidad de que nadie se las explique. La violencia en los centros de enseñanza es un síntoma preocupante, que se da en todo nuestro país, que puede derivar en gangrena social de no tomar medidas, complejas, a tiempo. Esa violencia la sufren no sólo los alumnos, la padecen también los profesores, desarbolados por la indisciplina, por la falta de respeto, por la ausencia de valores cívicos, que son decisivos para la convivencia. Profesores a los que les supone un calvario la asistencia a clase, que se deprimen y sortean la angustia con dosis de bajas más o menos largas. Pero en el caso de Jokin tenemos todo lo anterior más un clima social de omertá , de no digas la verdad no te vaya a explotar entre las manos, de seguir la senda ovejeril de la cuadrilla, de vivir en ese calor de establo fuera del cual hace mucho frío. Jokin era inteligente, ayudaba a algunos profesores en cuestiones de informática, fue sincero con sus padres, les pidió que no desvelaran el asunto; sufrió insultos, vejaciones, mal trato físico: le pegaron, le machacaron a balonazos, le rompieron el aparato dental¿, sólo un adolescente que haya sufrido algo semejante sabe de qué estoy hablando. Ahora se juzga a los presuntos responsables, a los acosadores. No parece que el cambio en esas pautas de comportamiento violento pueda empezar a construirse a base de dejar impunes actitudes brutales, violentas, ajenas a la necesaria humanidad que asegura la convivencia civilizada entre distintos.