NUNCA he confundido la independencia con la falta de compromiso. Y nunca creí que la neutralidad de mi pluma exigiese el tributo de una cabeza vacía o de un corazón que ni chicha ni limoná . Por eso me mojo con frecuencia, dando por sentado que es mucho más limpio decir lo que pienso que escribir como si no pensase nada, o como si todo me diese igual. Mis ideas políticas siguen ancladas en el centro liberal. Mi visión de la sociedad y mi interpretación de la libertad tienen rasgos progresistas y radicales. Mi modelo cultural es plural y abierto, aunque muy anclado en la civilización europea, y mis principios morales se mueven en una permanente dialéctica entre los dictados de una conciencia muy libre y tolerante y los referentes morales de la Iglesia católica a la que libremente pertenezco. Y en modo alguno me importa rectificar cuando me equivoco, ni pagar un precio por decir lo que me place. Mi actual independencia política sólo significa que no milito en ningún partido. Pero, después de pasar quince años alejado de los escenarios del poder, sigo teniendo objetivos muy claros, en los que siempre se mezclan profundas convicciones y creativas contradicciones. Y eso me ha llevado a expresar mi apoyo a dos propuestas muy claras que estos días me tienen en vilo. La primera, por la que luché cuanto pude, es la Constitución para Europa, que considero imprescindible para la progresión y el éxito del proyecto político más grande de nuestra historia. Y la segunda, que acaricio y comento con tintes de manía, es la necesidad de airear las instituciones gallegas, convencido de que no terminaremos nuestra particular transición hasta que no pase por la Xunta un gobierno de izquierda, con más calma y más apoyos que el tripartito de González Laxe. Mi primer deseo puede fracasar mañana en la Francia de mis amores, que es el país que más admiro y del que siempre he extraído las mejores metáforas políticas. Y el segundo, que no veré resuelto hasta la noche del 19-J, asoma a las encuestas con un exasperante empate, que me hace dudar de que el mismo cambio que a mí me parece tan natural y obvio, no sea más que un desideratum alimentado por posibles actitudes personales que ya no son detectables en mi racicinio consciente. Y eso es tanto como decir que me puedo ir de vacaciones con la dulce convicción de haber ganado un cambio histórico, o con la tremenda sensación de haber recibido dos amargas bofetadas. Por eso me estoy preparando para vivir ambos resultados como un demócrata. Si todo me sale bien, seguiré trabajando como siempre. Y si todo me sale mal, que es posible, seguiré luchando limpiamente, con la sola fuerza de mi libertad.