08 jul 2005 . Actualizado a las 07:00 h.

EL MIÉRCOLES llovía en Santander y la temperatura era amable. En Madrid los cuarenta grados del mediodía eran de una tenacidad tan obstinada como obscena. El calor se reiteraba durante varias semanas, y envolvía las noches madrileñas convirtiéndolas en toledanas. Un cartel anunciaba los baños de olas de mar de los años que mediaban el pasado siglo, y la capital de Cantabria conmemoraba y celebraba sus primeros 250 años de existencia. En la balaustrada que delimita los jardines del Palacio de la Magdalena, el editor Bragado ponía énfasis dialéctico en los perfiles previstos del próximo Gobierno. «Este ano o vintecinco de xullo pode ser o día da patria de todos», comentábamos las razones últimas de la dimisión de Ventura, y daba cuenta de la próxima novela, «excelente obra contada polas duas amantes de Descartes» de Teresa Moure, que ganó el premio anual de la editorial que dirige. Yo, huérfano de lluvias, dejaba que el agua me mojara. No me protegía ni me resguardaba, salía a su encuentro y la lluvia me estaba reconociendo. No hay memoria reciente de lluvias madrileñas y me fui a encontrar con ella a las tierras del norte, al extenso territorio cunqueiriano que denominó como reino de la lluvia. Mantengo que el norte de España es una unidad en sí mismo. Nada me es ajeno en Euskadi, o en Cantabria, me siento igual de cómodo en Asturias que en Galicia. Yo soy del país del norte y pongo los límites territoriales de una elegida y virtual nación en Bayona de Francia y en su homónima gallega. Habito en la tierra del agua, que pinta de verdes todos los paisajes y tiñe de nostalgia las melancolías, reivindico la mar como frontera única, la mar como camino, la mar límite preciso para todos mis sueños. Por eso el agua que golpeaba suavemente mi cara, que empapaba inmisericorde mi ropa, que saludaba ritualmente mi estancia en Santander, era la misma que repicó insistentemente en la ventana de mi alcoba viveirense, que me acompañó en los años mozos cuando aprendía el oficio de hombre. La misma agua transmutada en lluvia. Cuando Carlos Nuevo me telefoneó al mediodía lo primero que hice fue preguntarle por el tiempo que estaba haciendo en Viveiro. Cuando me respondió que «estaba chovendo» tuve la percepción que era la misma lluvia en dos esquinas del Cantábrico. Por la tarde escampó y una raiola de sol algo marchito me despidió en el aeropuerto. El miércoles llovió en Santander. Madrid mantenía un calor hostil e implacable, preolímpico, recubierto por una cierta tristeza que viene con la decepción de una decisión que nadie quería creer. Madrid no era la optimista ciudad de siempre, un jarro de agua fría había caído en Singapur, y el emblemático oso símbolo de la ciudad se convirtió en un mimoso oso de peluche. No pasa nada.