VIVIMOS un tiempo en el que el terrorismo del más distinto signo, pero todos igual de rechazables, se ha adueñado de la vida -o deberíamos decir mejor de la muerte- en muchas partes del mundo. Es indiferente, aunque lógicamente sus causas y modos de hacerle frente no sean idénticos, el terrorismo nacionalista, que el anarquista; el terrorismo religioso, que el marxista-leninista; el terrorismo fascista o el auspiciado por el propio Estado. Todos ellos expresan la mayor perversidad de la condición humana. Estaríamos ante la explicitación más intensa del odio, tal y como nos apunta el último libro aparecido, precisamente con dicho título, de André Glucksmann: El discurso del odio . Hoy, tras los atentados contra las Torres Gemelas en Nueva York, la Estación de Atocha en Madrid, y ahora, recientemente, las explosiones en Londres y en Sharm el Sheij, el terror se ha extendido arrastrando su estela de sufrimiento cruenta y salvaje. Su degradación no conoce límites. Nada, ni nadie, parecen poder escapar a su abyecto hálito asesino. Desde luego, los Estados de Occidente, pero tampoco la población de las sociedades árabes, ¡su principal objetivo!, que los terroristas dicen querer preservar ante el peligro fagocitador del Leviatán occidental. Es suficiente a tal efecto con traer a colación la lista de sangrientos atentados integristas, y qué han supuesto, es bastante con contabilizarlos con cierto detalle, las dos terceras partes de los cometidos hasta la fecha: Arabia Saudita (1996 y 2003), Kenia y Tanzania (1998), Yemen (2000 y 2002), Indonesia (2002 y 2003), Pakistán (2002), Túnez (2002), Afganistán (2003), Marruecos (2003), Turquía (2003) y los ya casi diarios en Irak. Los españoles conocemos bien la plaga de este extremado mal inmisericorde y gratuito. A la bestialidad del atentado del 11 de marzo, llevamos muchos años sufriendo la enloquecida lacra de la banda terrorista ETA, y antes también del GRAPO. Una circunstancia que llevó incluso a constitucionalizar en su momento la posible suspensión individual de ciertos derechos «en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas» (artículo 55. 2 de la Constitución de 1978 y posterior legislación de desarrollo), y que sigue explicando el porqué el terrorismo continúa siendo el principal problema para la ciudadanía española (69, 7%), tal y como ha atestiguado recurrentemente el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). En un contexto como el descrito se requiere de los poderes públicos la adopción de todas las medidas necesarias que permitan la erradicación, más completa y rápida posible, del terror. Un terror, sobre todo el de connotaciones islamistas, muy lejano al terrorismo que describían en el ya lejano siglo XIX, entre otros, G. K. Chesterton, en su extraordinaria novela El hombre que fue jueves , o A. Conan Doyle, en sus famosas Aventuras de Sherlock Holmes . Un terrorismo islamista frente al que se exige, como para todas sus modalidades antes adelantadas, la puesta en marcha de inmediatas acciones policiales, políticas y judiciales tanto a nivel nacional como internacional. Y entre ellas destacan últimamente en el ámbito europeo, el Convenio de Prevención del Terrorismo, suscrito en Varsovia, y la aprobación por el Comité de Ministros de la Unión Europea de las Líneas Directivas sobre Protección de las Víctimas, ambos en 2005. Un hacer que podríamos quizás sintetizar, además de en la rápida detención de los autores de las barbaries, y de la asignación de los necesarios medios personales y materiales para ello, en los seis siguientes grandes objetivos. En primer término, el obligado respaldo de la ciudadanía y de las Administraciones hacia las víctimas (institucional, social y económico). En segundo lugar, la imprescriptibilidad de los delitos por terrorismo, igual que aconteció con los de genocidio tras los horrores de la II Guerra Mundial. En tercer término, el impulso de las medidas legislativas/judiciales pertinentes que impongan el escrupuloso e íntegro cumplimiento de las penas. En cuarto lugar, los Estados, en cuanto que responsables civiles subsidiarios, habrán de articular un sistema de suficientes y prontas compensaciones económicas a las víctimas. En quinto término, el incentivo de medidas de prevención, donde, además de las de orden policial, la educación y la apuesta por la integración, frente a un nocivo hermetismo comunitario, deben desempeñar un papel especialmente relevante. Y, por último, la no instrumentalización, entre los distintos partidos, de la lucha contra el terrorismo. Y algo más en lo que deseo hacer especial hincapié: el convencimiento de la superioridad moral de nuestra sociedad y de los principios en que se asienta, esto es, en la dignidad de la persona y en los postulados de la libertad e igualdad de todos sus ciudadanos. Releamos, una vez más, al gran Arnold Toynbee. Un rearme y firmeza moral expresado por el premier británico Tony Blair con lucidez, recordando el tenor de las heroicas palabras de Winston Churchill durante la II Guerra Mundial, hace unos días: «Es importante que los que están involucrados en el terrorismo se den cuenta de que nuestra determinación de defender nuestros valores y nuestro modo de vida es mayor que su determinación de causar la muerte y destrucción de gente inocente por un deseo de imponer el extremismo en el mundo. Da igual lo que hagan, es nuestra determinación que nunca conseguirán destruir lo que amamos en este país y en otras naciones civilizadas de todo el mundo».