RECONFORTA y produce generalizada satisfacción el enterarse de que genocidas y dictadores son detenidos y juzgados por tribunales democráticos. Es una especie de ajuste de cuentas que, aunque no devuelve a la vida a los que la perdieron a sus manos ni voltee los muchos sufrimientos ocasionados, viene a poner las cosas en su sitio. Es el momento en que las víctimas y todos reafirmamos nuestro convencimiento de que la sociedad organizada ha encontrado contrapesos a los desatinos. A ese carro de convencimiento de que los responsables de crímenes graves no se deben de ir de rositas se subió España en 1985, cuando se legisló que se debía juzgar a los presuntos responsables de delitos de genocidio, terrorismo, piratería, trata de blancas o tráfico de drogas, con independencia del lugar de comisión y la nacionalidad de los culpables, con la salvedad de que no hubiesen sido juzgados por lo mismo con anterioridad. Es lo que se llama justicia universal, que permite y conmina no sólo a detener y juzgar a los responsables de grandes alijos de drogas sorprendidos en aguas internacionales sino también a dictadores como Pinochet, tal como intentó hacerlo el juez Baltasar Garzón. Con esa exigencia de nuestra legislación, el Tribunal Constitucional acaba de resolver de forma positiva la competencia española para juzgar a los culpables de matanzas de indígenas acaecidas en Guatemala, por lo que se había querellado la premio Nobel Rigoberta Menchú. Así, los tribunales españoles juzgarán, si se les extradita, a varios guatemaltecos acusados de los peores crímenes. Cuando en el pasado apareció un problema similar surgieron voces razonables que ven un peligro el que España se convierta en un país justiciero, irrogándose la facultad de entender de asuntos cometidos fuera de nuestras fronteras por extranjeros. De hecho, acaba de presentarse una querella contra Fidel Castro por parte de un grupo de disidentes cubanos. Creo que las razones que se arguyen deben meditarse, pues a la larga no parece sostenible que de forma unilateral algunos países se conviertan en juzgadores de lo que ocurre en otros. Ese papel debe estar reservado para los tribunales internacionales. Y ese es el ideal, como ocurre en parte con el Tribunal Penal Internacional, acabado de nacer. Pero entretanto ese tribunal u otros se ponen en marcha, los culpables de los más graves crímenes contra la humanidad deben saber que no encontrarán refugio en parte alguna, y que hay países, como España, en los que a falta de tribunales internacionales se les van a exigir responsabilidades. No es venganza, es justicia.