
ESTE mes hace justamente cincuenta años que España entró en la Organización de las Naciones Unidas. Nuestro país tuvo un camino áspero para ingresar. Nos costó diez años hacerlo. La ONU había sido creada en la conferencia de San Francisco, en junio de 1945, cuando concluía la II Guerra Mundial. España no fue invitada a participar. Sus mentores eran los vencedores de la contienda, que excluyeron de la conferencia, y de la organización que se fundaba, no sólo a los vencidos de la guerra (Alemania, Italia, Japón, etcétera) sino a cualquiera que hubiera colaborado con ellos. La España de Franco se había distanciado de las potencias perdedoras cuando el conflicto avanzaba, pero había cooperado ampliamente con ellas al principio y la Unión Soviética, importante en la conferencia, no iba a dejar de recordar que el Gobierno español había enviado a luchar, junto a Alemania y en contra de Rusia, a la División Azul. Esto, más que la falta de democracia, era el pecado original de Franco ante las gobiernos que cocinaron San Francisco. Había allí otras naciones tan poco presentables democráticamente como España (pensemos en la propia Unión Soviética), pero no tenían el baldón de haber bailado públicamente con los nazis. La ONU recalcó aun más la cualidad de paria del régimen de Franco. Lo mandó al mundo de las tinieblas. Una de las primeras cosas de que se ocuparía sería de la cuestión española . La Unión Soviética movió a sus peones; utilizó fundamentalmente al delegado polaco, Oscar Lange, para que la organización condenara a Franco. Como hablar de ausencia de democracia no era un cargo de recibo en la ONU, el delegado de Varsovia presentó un prolijo alegato en el que trataba de demostrar que el régimen franquista era «una amenaza para la paz internacional». Las bases de la acusación, consideradas hoy, entran dentro del terreno de la ciencia ficción, pero hicieron mella. La frontera franco-española había sido cerrada en marzo de 1946 por el Gobierno de París después de que los sindicatos galos de ferroviarios, y otros, se negasen a cargar nada para España. Esto sirvió al delegado polaco, secundado por abundantes periódicos, algunos cercanos al Partido Comunista, - L'Humanité, Daily Worker -, para enhebrar la primera de sus acusaciones: España estaba concentrando miles de soldados junto a la frontera -¿100.000, 400.000?- con aviesas intenciones. La fábula continuó: muchos de esos militares, miles, eran antiguos nazis refugiados en España; de las fábricas españolas salían diariamente tanques de patente alemana. El toque final era más delirante: en Ocaña, una fábrica, dirigida por científicos teutones, preparaba la bomba atómica. Los lugareños hablaban de misteriosas explosiones, de camiones que llegaban de noche... La intoxicación dio sus frutos. La Asamblea General condenó al régimen de Franco y pidió la retirada de los embajadores de Madrid. Casi todos los países lo cumplieron. Sólo Argentina, Portugal, la Santa Sede y la República Dominicana permanecieron. A Franco lo salvaría el gong de la guerra fría. La Unión Soviética detonó su bomba atómica, se había engullido a Polonia, Hungría, Rumanía, había hecho movimientos envolventes en Grecia e Irán, frenados por Estados Unidos, y montó el bloqueo de Berlín. Vino la guerra de Corea. Truman vio que su antiguo aliado ruso se convertía en potente adversario; Estados Unidos tenía desesperadamente que encontrar bases en Europa para contener la expansión soviética. El papel de Franco, con el ancho territorio español, empezó a cotizarse. Truman se tapó las narices y permitió que el Pentágono negociase con Franco. Nuestro general, que de paria pasó a dejarse querer, logró firmar el acuerdo de las bases en 1953. A partir de ahí la entrada en la ONU era cuestión de tiempo. La diplomacia franquista se había trabajado los votos iberoamericanos y árabes y Estados Unidos ya no hacía en absoluto ascos a que España ingresara. Franco podía salir respondón en el tema de Oriente Medio o en alguna cosita pero, en principio, votaría con ellos y no con los rusos. El tema se atascó dos o tres años. España tenía los números, pero la Unión Soviética, ese es el privilegio de los cinco grandes , vetaba. La situación era un sarcasmo: el dictador Franco vetado por el demócrata Stalin, pero así es el reparto de poder en la ONU. Por fin los dos colosos llegaron a un trato de marchantes: yo no veto a a los tuyos y tú tampoco a los míos. El 15 de diciembre entraron Italia, España, Portugal, Irlanda más Albania y algún otro. Ya en la organización, nuestro país ha sido elegido en cuatro bienios miembro del importante Consejo de Seguridad, que es donde se parte el bacalao, donde se toman las decisiones, obligatorias, que afectan a la paz mundial. La última vez fue en el período 2003-2004, en el que tuvo lugar la guerra de Irak. Estar en el Consejo dio a nuestro Gobierno una considerable visibilidad, con una opinión pública encrespada y en contra de nuestro apoyo a Estados Unidos, por lo que no es descabellado pensar que todo ello tuvo alguna incidencia en las elecciones y el cambio de Gobierno. España es el octavo contribuyente al presupuesto regular y obligatorio de la ONU. Aportamos nuestra cuota puntualmente. Más remisos somos en nuestra contribución a los presupuestos no regulares y voluntarios: Unicef, ayuda al desarrollo, etcétera. Ahí pasamos al puesto 18 o 20, lo que es lamentable, y vamos con retraso.