
SE CUMPLEN veinte años sin su voz. En el jardín de la ciudad vieja coruñesa donde instalaron un recuerdo en piedra y bronce hay flores que adornan su memoria. Las dejan antiguas novias que se enamoraron al escucharlo. Son las hijas de las madres que tanto amamos, o quizás jóvenes músicos. Quién sabe. Pucho Boedo es ya una reivindicación nacional auspiciada por Manolo Rivas, Xurxo Souto et altri, que lo consideran «un héroe secreto de Galicia». Yo más bien creo que es un héroe público, el eslabón musical que une a varias generaciones de gallegos, que hicieron en la romería interminable del país, de Pucho Boedo, la voz popular de Galicia, y de su banda, los Tamara, una embajada sonora que llevaba y traía la melodía de un tiempo en el que aprendimos a ser felices. Leo que en los próximos días se celebrará un homenaje y que la gran partitura de la nostalgia volverá a ser cantada en el Pazo da Ópera. Y recuerdo Buenos Aires, la noche porteña, deshaciéndose en confidencias mientras sonaba Pucho poniendo un himno a la morriña, inaugurando la banda sonora de la saudade. Trajo, con los Satélites regresando de Caracas, cuando la capital venezolana era la sexta ciudad gallega, la cumbia y el merecumbé, la música del trópico, lo que hoy conocemos como salsa y que forman el son sinfónico y bailable de las fiestas campesinas de Galicia. Pero la canción que fue divisa de Pucho Boedo, la que abría los corazones y estremecía el alma, fue el bolero Sahara , su tarjeta de presentación cuando en los años setenta Prudencio Romo lo reclamó para los Tamara. Era una canción estrella que ponía en pie a quienes la escuchaban. Aquella voz versátil y rota, construida, Ferrín, con pólvora y magnolias, educada en hambres y posguerras, voz de ron y noche, de pensión de pueblo y hoteles internacionales, cantó Sahara una tarde madrileña de los recién estrenados setenta en una celebrada sala de fiestas por Tirso de Molina. Después nos fuimos la tropa de músicos y nosotros, todavía jóvenes universitarios, a contar y cantar la noche en el restaurante Enxebre, de Argüelles. Volví a verlo en Madrid y en Mallorca. Ya no cantaba, sólo contaba, y ponía ritmo musical a sus frases, fraseaba como un tenor, cantaba como un barítono, y su media sonrisa de galán antiguo y canalla seguía quebrando cuando tarareaba alguna canción que ilustraba la conversación, la bóveda del universo. Quiso musicar a los grandes poetas de la lengua y cantaba con todo el sentimiento que cabe en Curros o Rosalía. Sin embargo, cuando tengo que recordar un tema de Pucho, escucho en el archivo sonoro de mi cabeza una canción italiana, Luna caprese , luna de Capri, y viajo con el sueño a la bahía italiana y al verano, a un verano y a una mujer, porque ahora que lo pienso Pucho Boedo fue la voz de todos mis veranos adolescentes, cuando todavía no conocía la cuchillada caliente de la melancolía. Vaya para él mi gratitud y mi homenaje. Han pasado 20 años y parece que fue ayer. La leyenda continúa.