JESÚS no era un humilde carpintero de Nazaret, sino un niño de familia bien de Belén, heredero legítimo del mismísimo Rey David. Era, por tanto, el aspirante al trono de Israel y el reino del que hablaba no estaba en el cielo, sino en la Tierra. Tampoco murió en la cruz. O bien otro sufrió en su nombre o todo fue un camelo y salió con vida de su martirio. Además, estaba casado con María Magdalena y tuvo al menos un hijo, pero se vio obligado a separarse de su familia y su esposa e hijo acabaron en Francia, donde entroncaron con la dinastía merovingia que gobernaba el sur de la Galia. Así, la sangre real de Jesús siguió viva hasta que uno de los descendientes de esa unión, el famoso cruzado Godofredo de Boullón, conquistó Jerusalén y se proclamó rey de Israel. Para su infortunio y el de su estirpe, fue por poco tiempo. Ni me excomulguen, ni me quemen en la hoguera sin escuchar mis razones para exponerles esta teoría que, por otra parte, habrán podido leer en el Código Da Vinci . A mí me da igual si es o no cierta, pero me suscita una gran inquietud. ¿Habría José guardado las células madre de la sangre del cordón umbilical de la criatura para preservarla de enfermedades? Si no las puso a buen recaudo bajo el templo de Salomón no hay duda: era carpintero y no rey. Al menos, no rey terrenal. Entre la auténtica realeza de sangre azul esto es, precisamente, lo que más se lleva. Ya sea en Judea o en Arizona. Los que tenemos la sangre roja nos limitamos a pagarles el viaje.