EL 5 DE MARZO de 1946, Winston Churchill pronunció una célebre conferencia en el salón de actos del Westminster College de la Universidad de Fulton, Missouri, donde denunció el avance comunista en Europa, proclamando con ello el comienzo oficial de la guerra fría, al afirmar que «desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente un telón de acero». Con dicho término, telón de acero o cortina de hierro, se estaba refiriendo de manera bien plástica a la frontera, no ya sólo geográfica sino, especialmente, ideológica, que fragmentaba el continente, separando a los países que, tras la Segunda Guerra Mundial, habían quedado bajo la influencia de toda índole, tanto militar como política y hasta económica, de la entonces Unión Soviética frente al resto de los países occidentales con democracias de corte capitalista o liberal, alineados (también política, económica y hasta militarmente) con los Estados Unidos de América. Tras dicho telón -añadía Churchill- «se encuentran todas las capitales de los antiguos Estados de Europa central y oriental... todas estas famosas ciudades y sus poblaciones y los países que en torno a ellas se encuentran en lo que debo llamar la esfera soviética, y todas están sometidas, de una manera u otra, no sólo a la influencia soviética, sino a una altísima y, en muchos casos, creciente medida de control por parte de Moscú». A continuación, confesaba que «por cuanto he visto de nuestros amigos los rusos durante la guerra, estoy convencido de que nada admiran más que la fuerza y respetan menos que la debilidad», tras lo cual concluía que «es preciso que los pueblos de lengua inglesa se unan con urgencia para impedir a los rusos toda tentativa de codicia o aventura». La difusión del discurso produjo una lógica conmoción internacional hasta el punto de que el presidente norteamericano Harry S. Truman, presente en la conferencia y que conocía de antemano el texto y, desde luego, lo aprobaba y compartía, se vio obligado a distanciarse de él, llegando incluso a invitar a la misma universidad, en la que había cursado sus estudios, a Stalin, que, aunque declinó la oferta, no dejó de denunciar la declaración de Churchill como «una llamada a la guerra». También fue desaprobado por el entonces primer ministro inglés, Clement Attlee, a quien Churchill despreciaba («Un taxi vacío llegó a Downing Street y se bajó de él Attlee», se comentaba que llegó a decir). Sin embargo, la realidad de la evolución internacional, como le había pasado en otras ocasiones, vino a dar la razón a la premonitoria declaración del descendiente del séptimo duque de Marlborough, cuando se produjo en 1948 el golpe de Praga haciendo sucumbir a Checoslovaquia, también bajo la influencia soviética, de la cual sólo se libraron Finlandia, gracias al tratado de 1948 con la URSS, y Yugoslavia, bajo mandato del mariscal Tito. El telón de acero permaneció férreamente unido durante gran parte del siglo pasado y comenzó a desmoronarse en Hungría el 2 de mayo de 1989 en tres puntos de su frontera, tras lo cual, el 27 de junio de ese mismo año, se cortó, simbólicamente, una parte de la alambrada en el puesto fronterizo magiar de Soprón entre Hungría y Austria, que fue aprovechada por miles de ciudadanos de la entonces República Democrática de Alemania para pasar a las ciudades de Occidente. Esto fue en buena medida uno de los orígenes de la caída del muro de Berlín. Cuando sir Winston Churchill pronunció su conferencia en Fulton, acababa de dejar el poder hacía 8 meses tras las elecciones inmediatamente posteriores a la victoria sobre el Eje, de 1945, en las que todos le pronosticaban su victoria. Pero finalmente los electores no lo consideraron el líder para la posguerra. Él mismo acabaría considerando dicho resultado como «la bendición escondida», pues si hubiera ganado en las urnas, desde luego, nunca hubiera podido escribir ni este discurso, primero de una serie de memorables conferencias, algunas devenidas justamente clásicas en la oratoria política del siglo pasado, ni sus Memorias , en las que se ofrecen descripciones realmente impresionantes de momentos centrales de la II Guerra Mundial, llegando, incluso, a conseguir, por ellas el Premio Nobel de Literatura en 1953. De entre las múltiples cualidades de Churchill, que, en dolorosas circunstancias, en 1940, dijo al Parlamento Británico y a la ciudadanía que «no tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor», destaca, sobre todo, su orgullo de ser británico hasta el punto de que «hubiese preferido morir que haber difamado a Gran Bretaña. Hubiese preferido que Gran Bretaña fuese destruida que avergonzada». Lo destaco, pues, como modelo de patriotismo, especialmente escaso y, por ende, tan necesario, en estos momentos en España, y ya se sabe que «los pueblos que olvidan su historia se ven condenados a repetirla».