El tigre en su maleza

| EDUARDO CHAMORRO |

OPINIÓN

Cuidó siempre una apariencia de espía veneciano o de chamán remoto, cualquier cosa con tal de disimular las ganas de enamorarse: «Parece que el amor es algo que debe ser justificado, lo cual es rarísimo, porque a nadie se le ocurre justificar el mar, o una puesta de sol».

12 jun 2006 . Actualizado a las 07:00 h.

Podía haber muerto mucho antes, de no haber salido indemne de todas las perrerías que le hacían amigos, discípulos e incluso simples lectores. Más de una vez vi, por ejemplo, cómo Guillermo Cabrera Infante le tendía la trampa en Londres de hacerle creer que caminaba por la acera cuando, en realidad, lo hacia por la calzada. El cubano buscaba el modo de demostrar que el argentino no era tan ciego como decía, incluso a costa de que la demostración acarreara el atropellamiento del encartado. Pero el encartado era demasiado. Ponía cara de ciego, de ciego concentradísimo como los que salen a veces en las películas de intriga criminal del tipo A veintitrés pasos del Baker Street ?para entendernos?, y yo veía con horror cómo un buen número de automóviles londinenses amenazaban con echársele encima y triturarlo bajo sus poderosos neumáticos, pero como el más pequeño de la peripecia era yo, pues me callaba como hace siempre el novicio. Él, Jorge Luis Borges, funcionaba entonces como un auténtico pontífice, y sin dejar de poner ojos de ciego ni abandonar su expresión de maestro taoísta, daba en el último momento un saltito jabonado de gaucho y ganaba la salvación del encintado. En más de una ocasión me pregunté si no estarían los dos comprometidos en la tarea de tomarme el pelo con el alarde, o si era que de vez en cuando se les olvidaba el habitual desenlace de la emboscada, y la repetían como si jamás se hubieran visto en ella. Ese tipo de cosas se daban con asidua normalidad entre aquellos hombres de letras tan dispuestos a deslumbrar al Lucero del Alba. Borges era, además, un sagaz malvado. Hubo una ocasión en la que puso al poeta Gerardo Diego de perfil y al borde de la lipotimia cuando se dirigió a él para que le aclarara un dilema: «Pero ¡esto no puede ser! ¿En qué quedamos? ¿Es usted Gerardo o es Diego?». Era listo, inteligente, lince y perspicaz. Tenía memoria, inventiva, imaginación, talento. Sabía dormir con un ojo abierto y velar durmiendo como una marmota. Era, en el más antiguo y propio sentido de la palabra, sabio; por ejemplo: «España me parece un país admirable; mejor dicho, un conjunto de países admirables, sobre todo si pienso en Galicia». Debería haber nacido hiperbóreo, gaélico, esmeralda y guerrero; supo hacer, sin embargo, justicia al gaucho que llevaba dentro: «Buenos Aires prefiere pensar un mito cuyo nombre es el gaucho. El patético se reconoce de algún modo en el gaucho». Fue de una minuciosa crueldad con Federico García Lorca, y también con Carlos Gardel, aunque quizá no tanto. Siempre dio la impresión de verse en la obligación de inventar a los demás para no dejar de inventarse a sí mismo. En realidad, fue muchas menos cosas de las que hubiera podido ser de haber nacido mucho más concretamente. Nació errante y hubo de inventarse desiertos, espejos, laberintos y máscaras hasta hacerse un fanático de la literatura y un inquieto consigo mismo. Mucho antes de morir ya se había doctorado en sus propios epitafios.