FARLOPA, perico, fariña, que esos y otros muchos nombres tiene. La raya de la muerte es la raya de cocaína que esnifan o fuman un 2% de españoles, en un consumo que crece año a año, como recientemente ha alertado un informe de la ONU sobre tráfico y consumo de drogas. Ha bajado la edad de iniciación, casi un 3% se concentra en el segmento de edad que va desde los doce a los dieciocho años. En Galicia conocemos muy bien el polvo blanco, arriba a nuestras costas sin descanso, viaja desde Colombia a bordo de barcos mercantes, pesqueros o yates, se descarga a la luz del día en las playas del invierno, cruza veloz las rías en planeadoras que vuelan sobre la mar. Es el veneno asesino que mata a lo mejor de nuestros jóvenes, y quién sabe si la muerte que surca en automóvil las madrugadas de los fines de semana, no se ha aliado con el ángel blanco de la coca que promete paraísos. Se puede seguir su rastro. En cada pueblo costero existen hitos en forma de chalés que dan cuenta del confortable modus vivendi de los narcotraficantes locales, de los heraldos de la muerte, que no ocultan sus evidencias de nuevos ricos. La información periódica habla de clanes, de familias, de embriones y de núcleos de mafiosos, que adaptan -a cousa nosa- las prácticas delictivas al coloquial lenguaje cotidiano. Galicia, con respecto al tráfico de drogas, es una página de sucesos. Y hasta es frecuente leer que un homicidio es un «ajuste de cuentas». Importamos pistoleros y aprendimos a llamarlos sicarios. Los indicadores advierten del paisaje letal que el consumo de cocaína produce. En los próximos años van a incrementarse las muertes por sobredosis, que ya suponen hoy un 60% de los fallecidos en Galicia por ingesta de estupefacientes. Y a la larga, muchos consumidores que sobrevivan a la fariña padecerán problemas severos de esquizofrenia, paranoia y cardiovasculares. No escribo desde la moral, bordeo la lectura ética desde un aldabonazo civil en la puerta franqueable de la conciencia colectiva, preguntándome quiénes y por qué razón decidieron inocular las drogas asesinas, la muerte blanca, a la juventud de los países occidentales. Quiénes diseñan el mundo del no futuro a cambio del cielo portátil donde se ubican todas las maravillas. En un viaje sin retorno que oferta la muerte a plazos, en incómodos plazos pagaderos con la locura y con la muerte. Las respuestas parecen tan obvias que no pueden contestarse en voz alta. No sé si todos somos culpables, responsables de las causas y de las consecuencias, pero estoy seguro de que somos cómplices. Escribo al hilo de un informe publicado en este diario y sobre el que no podía caer el silencio que con tanta frecuencia tienta a este columnista. No ha sido ésta la ocasión.