HEMOS llegado a considerar algo absolutamente normal que las administraciones públicas actúen como salvadoras de la eterna ruina de los clubes de fútbol. Las formas a través de las que la Administración acude a remendar y rellenar el saco sin fondo del fútbol profesional son muy variadas. Cuando se impuso la transformación en sociedades anónimas deportivas, muchos ayuntamientos se convirtieron en los accionistas mayoritarios del club local; siendo coherentes, lo suyo habría sido celebrar también plenos extraordinarios los lunes en los que los ediles analizasen la marcha del equipo, el cese del míster o los refuerzos necesarios en el mercado de invierno. Cuando este dinero se acaba, siempre queda el remedio de las subvenciones directas, como la que el Gobierno cántabro le otorga al Racing (22 millones de euros en 11 años). Otras veces es necesario dictar leyes ad hoc para ayudar al club en apuros, como la adoptada por el Parlamento navarro en el 2003 para otorgar un aval de 18 millones de euros al Osasuna, justificada por el interés público de esta institución al fomentar el ejercicio entre los jóvenes. Si resulta necesario justificar esas dotaciones de ingresos siempre se puede acudir al patrocinio institucional; el mismo Osasuna recibe de la Comunidad Foral un millón y medio de euros anuales desde que rebautizó su estadio como Reyno de Navarra. Últimamente, también está en boga otra forma de ayudas de gran impacto económico: las operaciones urbanísticas. Son muchas las cosas que pueden mejorarse con todo este dinero público que acaba en el fútbol profesional. Es indudable que la misión de fomento del deporte que recae en la Administración está más relacionada con la potenciación de la práctica deportiva por la ciudadanía que con el sostenimiento de un espectáculo. El deporte profesional debe ser capaz de autofinanciarse a través de una gestión responsable liderada por las ligas profesionales, creadas con ese fin. Los norteamericanos, grandes expertos del show business , han sido capaces de lograrlo mediante fórmulas que, tarde o temprano, deberán ser imitadas, como la autoimposición de límites salariales. Sin embargo, su gran secreto reside en algo mucho más difícil de imitar: la solidaridad. Las competiciones son más rentables cuando existe más incertidumbre sobre el resultado. Por eso aplican el draft , para permitir que los peores equipos puedan hacerse con los mejores jugadores. Si aquí se aplicase la solidaridad para repartir el pastel televisivo, ello podría permitir una competición más reñida, mayores audiencias e ingresos suficientes. Pero mientras prime el egoísmo y se acentúen las diferencias entre ricos y pobres, el fútbol profesional está condenado a la ruina y a seguir dependiendo de los favores políticos.