El origen de la blasfemia

| EDUARDO CHAMORRO |

OPINIÓN

11 sep 2006 . Actualizado a las 07:00 h.

QUE LAS COSAS salgan mal porque se plantearon equivocadamente o se desarrollaron bajo el error o por la ley debida del manazas, no significa que dejen de salir mal por el siempre taimado imperio del mal fario. Ha de ser un sumatorio de todas esas fortunas, diversas y todas malas, el que ofrezca una explicación al hecho de que del comienzo del verano a estas fechas tantas cañas se hayan tornado lanzas, tantos enanos hayan dado con la vía para su crecimiento y los lodos de tantos polvos se hayan visto hechos ceniza y -en el Umia- ceniza contaminada. Los expertos en religiones comparadas aseguran que el origen de la blasfemia se encuentra en el momento en el que el hombre, cumplidor de su parte en la santa alianza que le obliga a arar y sembrar la tierra, ve con irritación que el Dios al que incumbe la otra parte de la alianza, la incumple al no enviar la lluvia. Aquel hombre primitivo del que siempre se habla en las religiones comparadas, optaba por insultar directamente y a voz en grito a su socio que tanto le maltrataba. Ese insulto es la blasfemia. Esa noción de la blasfemia, entendida también como un estado del ánimo, puede rondar de vez en cuando la cabeza del ministro de justicia, el canario Fernando López Aguilar, puesto bastante contra su voluntad en el brete de bregar con la candidatura socialista en las próximas elecciones canarias, cuando reflexiona en los muchos votos que le va a acarrear, en las islas, la política de su colega Jesús Caldera. Si también es cierto lo que decían los antiguos al definir la melancolía como el efecto del trabajo más denodado con el más ímprobo de los esfuerzos, entonces López Aguilar debe de estar a punto de inaugurar la modalidad de la blasfemia melancólica, algo que los españoles del 98 hubieran inventado suficientemente si Unamuno no se lo hubiera impedido. Son rasgos y pulsos de una política contemporánea en la que a un alcalde se le hunde un barrio y la peripecia no le impide verse después en el empleo de ministro de Industria. El observador puede detenerse, entonces, en la consideración de que aparte del fenómeno y del epifenómeno, e independientemente de la realidad mostrenca y su realidad subyacente, hay tantos fenómenos y realidades como le dé la gana al que mande, o como le quepa imaginar al mandado. Así, por ejemplo, la realidad cayuca lo mismo puede servir para demostrar lo muy sola que sabe quedarse Bruselas, como para acreditar lo maltrecha que se vería la economía española de no ser por la inmigración. En ese mismo sentido, los recientes incendios en Galicia pueden ser un servicio a la hora de demostrar que el PSdeG y el BNG son capaces de ser como fue el PP en tiempos del chapapote, y otro servicio al aclarar hasta qué punto lo que se dijo en la oposición no se dice en el poder. Si entre lo dicho y lo no dicho alguien oye una blasfemia, lo oído no pasa de lo normal; es lo normal. Queda, por último, un asunto tan baladí o trivial como el de los Presupuestos, en el que siempre habrá quien acompañe a la novia, y el de la inminente sequía, en el que a la novia no la ha de acompañar ni Dios, por temor a la blasfemia. Y, sin que se sepa ni cómo ni cuándo ni por dónde, queda la negociación con Batasuna, origen de otras blasfemias.