AYER nos dejó para siempre una de las figuras más complejas, controvertidas y significativas del siglo XX. Detrás de su sonrisa bonachona y de su aspecto risueño se escondía un carácter duro y terrible, un hombre con graves problemas de estabilidad personal. Su mano temblaba camino de la botella de vodka a las cinco de la mañana, antes incluso de apagar el despertador. La misma mano que le sirvió para auparse a un privilegiado podio el 18 de agosto de 1991, cuando sólo llevaba dos meses de presidente. Era un tanque, y desde él disparó un discurso. Subió como un político, bajó como un héroe. Desde ese mismo tanque se dispararían dos meses después los obuses que segarían las vidas de los 123 diputados que se habían atrincherado en el Parlamento. Fueron las últimas víctimas del comunismo, y a un Yeltsin extrañamente sobrio no le tembló la mano ni un milímetro cuando firmó de su puño y letra la orden fratricida. Para los nostálgicos de la hoz y el martillo, era un mensaje claro. La metralla tiende a producir ese efecto refrescante en las ideas de los hombres confusos. Su asesinato por decreto, del que nunca se arrepintió, fue el culmen de su carrera. En 1992, Rusia sufrió la peor crisis económica de su historia, en buena medida gracias a Yeltsin, que ponía en práctica lo que él llamó «terapia de choque», y que consistió en imponer el capitalismo radical en un país que era radicalmente anticapitalista. La regla número uno del capitalismo es la supervivencia del más fuerte, y en la Rusia de los noventa eso significaba «el que tiene una pistola». El resultado fue una caída del 50% del PIB y el período más convulso de pobreza, crimen y corrupción que se recuerda en Europa. Cuando en 1998 Yeltsin, ese héroe autocrático, dejó la presidencia en manos de Putin, se fue con un 2% de aprobación en las encuestas. Aunque fuera con malos modos, al menos hay que darle las gracias por poner un último y sangriento clavo en el ataúd del comunismo. Dasvidanya , Boris.