QUE Boris Yeltsin fue un protagonista notable del pasado siglo es algo que ni sus detractores han puesto en duda. Quizás por sus características de proclividad a las formas estridentes tuvo el valor de coger la trepanadora (subirse al tanque) y horadar la montaña física e ideológica que la Unión Soviética significaba, desarrollando e instituyendo con éxito lo que antes Gorbachov había iniciado y millones de personas venían anhelando. Ciertamente, a pesar de las muchas premoniciones que en contrario se habían realizado, la montaña resultó no ser de pedernal, sino más bien se trataba de un entramado de cartón piedra: un escenario con bambalinas, una endeble mampara, simple apariencia en definitiva; todo para ocultar los desastres de una dictadura de herencia estaliniana que hasta el final había sido extremadamente cruel con los disidentes. Se trataba de hacer creer al mundo que detrás de la montaña se erigía una sociedad nueva y feliz, cuando lo que había era un sociedad empobrecida y humillada. Y la montaña cayó. Cayó con rapidez sin que sus guardadores hicieran mucho por mantenerla en pie. Cayó sin violencia, casi por su propio peso, como si ya se hubiera previsto que aquella entelequia de progreso no podía seguir aparentando de forma indefinida lo que no era. Y con pocos estertores, sin transición, sin ruptura con el pasado, con Yeltsin al frente, con la Unión Soviética disgregada y reducida a Rusia, la vida continuó. Los guardadores de la sociedad cerrada, jerarcas del pasado totalitario, raudos, aprovecharon para travestirse y cambiarse sin pudor al traje democrático. Los más, los ciudadanos de a pie, satisfechos en general por el cambio, emprendieron una nueva etapa, plagada de penurias económicas en un país históricamente convulsionado. Yeltsin, ya fuera del poder, acaba de morir y ha sido enterrado, despidiéndolo de forma oficial en medio de una relevante ceremonia religiosa. También en eso ha habido travestismo. Se ha pasado del ateísmo obligatorio y excluyente a echar mano del hecho religioso por parte del Estado laico. Se ha pasado de una religión proclamada como opio del pueblo a constituirse en uno de los pilares más significados de la tierra. Tierra pendular, de zares a dictadores, de socialismo real a capitalismo sin límites, de ateos a conversos, de la miseria al ultralujo de unos pocos; todo en medio de prácticas consuetudinariamente irrespetuosas con los derechos humanos y de aconteceres que han ido dejando decenas de millones de muertos en el camino. Tiempo es de que el péndulo se pare.