Cuando era pequeño pasaba los veranos en España. Después de visitar a mi abuelo en el Miño, partíamos en el coche de mi padre (un viejo Escarabajo que nunca se averiaba) a recorrer las llanuras y las montañas del otro lado de la frontera. Por decirlo así, cambiábamos la alegre sencillez del gallo de Barcelos por la altivez brava del toro de Osborne, que se recortaba en el paisaje. De aquellos distantes años sesenta recuerdo el calor, las tapas, los granizados, los Seat 600, algunas canciones que ponían en la radio («tres cosas hay en la vida, salud, dinero y amor...») y las películas dobladas al castellano que me dejaban boquiabierto de espanto al constatar que John Wayne hablaba una lengua latina.
Esos viajes me descubrieron España como no pudieron hacer mis ancestros gallegos, de Pontevedra, a los que nunca conocí. Aprendí a apreciar España como se debe apreciar a otra nación. Con respeto, sin complejos, sin amor ni temor, sin rabias y sin miedos. A apreciarla... porque sí.
En aquel tiempo, a pesar de la luz que brilla en Iberia como en ningún otro lugar de la Tierra, las tinieblas eran más densas entre nosotros, por vía de las dictaduras que nos entoldaban los días. Ambas, gracias a la sensatez de la historia, pasaron. Nosotros, todos nosotros, sobrevivimos y permanecimos. Ahora, sin los velos del pasado, he aquí que de nuevo se vuelve a hablar de una eventual Unión Ibérica. No es para sorprenderse. En Portugal todos vivimos divididos entre los deseos de independencia y el sentimiento de familiaridad con los españoles. En parte, todos pensamos que, en algún lugar, puede haber un destino común para esta casa enorme que se llama Iberia. Sí, una casa enorme. Como la casa de un abuelo de pueblo, donde pensamos que no queremos vivir pero adonde regresamos siempre en verano. Una casa que huele a cilantro y a jamón de pata negra; con sábanas de lino antiguo y encajes viejos sobre las mesas. Una casa que dejamos con saudade cuando acaba agosto.
Hace unos días un amigo de Barcarrota me decía: «Nos sentimos más próximos a los portugueses que a los vascos». También yo me siento más cercano de los gallegos y de los andaluces que de los franceses, de quienes bebí mi cultura, como estamos más cerca de un primo que vive a nuestro lado que de un mero maestro de escuela.
Quizá un día seamos una sola nación. No me choca ni un poco. Si así ha de ser, será. Quizá eso sea como si regresásemos todos a nuestra ancestral casa común después de un homérico viaje de mil años. Y quizá un día Iberia vuelva a cumplir su destino histórico: el de ser la cabeza más brillante de Europa.
(Una modesta sugerencia. Si un día pasa todo eso, pongan la capital en Olivenza. Madrid o Lisboa serían inoportunas, y ninguna otra tierra es más clamorosamente ibérica que Olivenza).