El pasado febrero, España anunció que reanuda su apoyo financiero al Fondo Mundial para la Lucha contra el Sida, la Malaria y la Tuberculosis, una decisión largamente esperada y reclamada desde las organizaciones que, como Médicos Sin Fronteras, combaten contra esas enfermedades en los países sin recursos. Desde su creación hace diez años, el fondo ha salvado la vida de seis millones y medio de personas.
En el 2011, la ciencia por fin demostró lo que parecía evidente: el paciente de VIH en tratamiento con antirretrovirales reduce su riesgo de contagio casi a cero. O lo que es lo mismo: el tratamiento del VIH también es prevención. Esta certeza, cuando se producen 2,7 millones de nuevos contagios al año, es extraordinariamente alentadora. Venía a sumarse a una larga lista de éxitos en la última década. El primer paso fue la radical reducción del precio de los tratamientos gracias a la competencia de los genéricos, y le siguieron otros como la simplificación de las terapias gracias a las dosis fijas combinadas y el compromiso de los países afectados.
Todo ello ha sido posible gracias a un respaldo político y financiero global que ha llevado el tratamiento a más de 7 millones de personas, que ahora son pacientes crónicos que pueden llevar una vida casi normal. Si atendemos a las declaraciones de intenciones, la comunidad internacional pretende llevar el tratamiento a 8 millones de personas más para el 2015. Si los países donantes se creen lo que dicen, deben respaldar sus palabras con hechos, es decir, con financiación. Pero no es esto lo que estamos viendo: en el 2009, importantes países donantes empezaron a congelar o reducir sus aportaciones al fondo, que sufre una escasez presupuestaria tal que en el 2011, por primera vez, tuvo que cancelar su ronda anual de financiación de programas.
En términos prácticos esto supone que los programas de tratamiento del VIH ya existentes no podrán aceptar más pacientes. En muchos países ya se empiezan a sentir las consecuencias: rupturas de stocks de medicamentos en la República Centroafricana, previsible carencia de medicamentos para 86.500 pacientes en Zimbabue este mismo año, congelación de los programas de sida y tuberculosis multirresistente en Birmania desde el 2014, cancelación de los programas de tratamiento de enfermedades oportunistas en Zambia? en la República Democrática del Congo, donde solo un 15 % de las personas que necesitan tratamiento urgente lo reciben, los equipos de MSF ya han observado que un número excesivamente alto de pacientes acuden con complicaciones graves debido a la falta de tratamiento. La situación en el Congo recuerda a los tiempos en que no había tratamiento.
Estos tiempos no están tan lejos en realidad: los recortes no solo amenazan los avances previstos, sino también los logrados. Corremos el peligro de perder los beneficios que hace tan solo una década eran inalcanzables para los pacientes de países pobres, el peligro de volver a los tiempos de la muerte lenta para millones de personas VIH-positivas. De la supervivencia de los programas de tratamiento financiados por el Fondo Mundial depende el futuro de la lucha contra la pandemia.
Por eso la decisión de España es un paso en la dirección correcta. España había sido, hasta el 2009, uno de los principales donantes; en estos momentos en que se definen los presupuestos, solo nos queda pedirle una contribución a la altura de la urgencia y de la oportunidad histórica ante la que nos encontramos: la lucha contra el sida no es una utopía, no es un brindis al sol. Nos encontramos por primera vez en 30 años a las puertas del control de la pandemia: pongamos los medios pues sabemos cómo frenarla y la vida de millones de personas está en juego.