P rimero de Mayo en situación de emergencia. Discursos encendidos de los líderes sindicales, cargados de ideología y aversión al Gobierno central. Por sus críticas a la política de Rajoy parecían mítines de campaña electoral. A su lado, las embestidas dialécticas de la oposición parlamentaria resultan sermones caritativos. Y mucha gente: dicen las crónicas que fueron las manifestaciones más concurridas de los últimos años. Si es así, se empieza a desmentir que los ciudadanos asistan impasibles al crecimiento del paro y a unos recortes sociales cuya contundencia aún no hemos notado en nuestra vida. Varios cientos de miles de personas están dispuestas a salir a la calle a protestar.
En una situación normal, eso sería todo. El Primero de Mayo obliga a manifestarse en un ejercicio de gimnasia sindical. Después se recogen banderas y pancartas, pasan los servicios de limpieza, y hasta el año que viene. Pero esta no es una situación normal. La mayoría de los parados, a diferencia de otras crisis, no tienen esperanza de encontrar empleo próximo. La sociedad se dispone a unos ajustes profundos que en muchos casos -copago sanitario, pago por uso de autovías- suponen todo un cambio de la cultura cívica. Hay conciencia de debilidad del Estado de bienestar. Y hay un importante sector de la sociedad que pide algún contrapeso a la política del Gobierno actual.
Los sindicatos quieren ser ese contrapeso. Ese es el sentido de su aviso de «movilización permanente», que ayer se prometió en todos los discursos, en Galicia y en el resto de España. Y el señor Fernández Toxo expresó, además, su propósito de cambiar la reforma laboral «tarde o temprano». Estamos, por tanto, ante una actitud de confrontación. Los sindicatos plantean un pulso al Gobierno que al final será un pulso de la calle a la mayoría parlamentaria. Los partidos de izquierda no se sienten ajenos al desafío y prestan apoyo físico y moral. Se confirma que aquello que no pueden conseguir con los votos lo intentarán forzar con la presión de la calle.
Eso es lo que interpreto de los actos de ayer. ¿Qué debe hacer el Gobierno? Desde luego, no puede renunciar a una política que considera la conveniente para salvar al país. Tampoco tiene sentido pedirle que abra una negociación condenada de antemano al fracaso, porque no existe equilibrio posible entre las posiciones enfrentadas. Quizá no quede más remedio que convivir con esa movilización permanente. Es un recurso sin salida, pero los sindicatos no pueden renunciar a él. Y en cuanto al Gobierno, una súplica: si no van a ceder ni ven condiciones para dialogar, por lo menos que no provoquen. Y ese «que se callen» que hemos escuchado estos días tiene mucho de provocación.